Salvador Sostres - Shambhala

Pablo Molins

Pablo Molins es, sobre todo, un empresario del derecho, probablemente uno de los más dotados de España

Pablo Molins, en el centro, junto a Fèlix Millet, en la Ciudad de la Justicia Yolanda Cardo
Salvador Sostres

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CENO con Paco Marco en Via Veneto y viene a los gintónics Gonzalo Sivatte, socio de Molins Defensa Penal y muy cercano al fundador del despacho, Pablo Molins. Yo no sé de Derecho aunque entre mis amigos más queridos están abogados y magistrados que hacen lo imposible por rescatarme de mi pertinaz ignorancia. Pero una vieja lista de desapegos ha hecho que siempre que he escrito sobre Pablo haya sido mal, e incluso peor. El primer desencuentro fue cuando asumió la defensa de Félix Millet y aquellas noches se fue a dar conciertos de rock a Luz de Gas, para aprovechar el tirón mediático. Yo sentía una total fascinación por Millet, convertido entonces en el malvado oficial de Cataluña, y cómo por robar, robó hasta a su consuegro la parte que pagó para que sus hijos se casaran en el Palau de la Música. Pablo acabó renunciando a su defensa, y el retrato que le hice entonces, relacionando la frivolidad de los conciertos con su abandono cuando las cosas se pusieron feas, lo he vuelto a leer antes de escribir este artículo y he de admitir que fue duro, teniendo en cuenta que, pese a todo, la estrategia diseñada por Molins de confesión y reparación fue clave para evitar durante más de 10 años que Millet ingresara en prisión. Pero el agua pasó y ya nadie se acordaba hasta el día que quedó en libertad el expresidente del Barcelona, Sandro Rosell, tras dos años en la cárcel. Mi tesis fue que salió gracias a José María Fuster Fabra, que había empezado a colaborar con la defensa hacía quince días, y había dado un vuelco a la situación con el decisivo peritaje del maestro Gonzalo Quintero. Otra vez volví a ser áspero con Molins, que había sido el abogado de Rosell durante los dos años de encierro -que yo creo perfectamente justificados y que la juez Lamela tiene mucha más razón de lo que parece- y le acusé de no haber estado a la altura de las circunstancias. En la misma línea, escribí la semana pasada una semblanza de José María, para celebrar la reciente publicación de su primera novela, e insistí en la «negligencia y la dejadez» de Pablo.

Gonzalo Sivatte llega pues a los gintónics, muy amigo de Paco, muy agradable, y me dice que Pablo ya no sabe qué hacer conmigo y que por qué le ataco si él no me ha hecho nada. Le cuento mis motivos tal como aquí los he relatado. Y me responde tres cosas, dos de ellas técnicas y una tercera que da para un elegante debate. Me dice que es injusto atribuirle a José María todo el mérito de la liberación de Sandro, y yo ahí mantengo mi tesis, basada mucho más en lo que me han contado los jueces de la Audiencia que en ninguna propaganda de José María, pero admito que no tengo conocimientos jurídicos suficientes para entrar en consideraciones más profundas y que el propio Sandro asegura estar encantado con la defensa de Molins; y también Gonzalo me reprocha que usara la palabra «negligencia» para referirme a la actuación de Pablo, advirtiéndome de que le estoy imputando sin pruebas un delito, pero que en cualquier caso no guarda proporción con el esfuerzo que el despacho en general y él concretamente le han dedicado a este caso. Yo escribí «negligencia» como recurso literario, no jurídico, y si realmente puede entenderse que le imputo un delito, no tengo más remedio que admitir que la palabra estuvo mal elegida. Lo del esfuerzo como argumento no me parece serio. El esfuerzo es imprescindible para dar forma al talento. Pero lo que importa es ganar, no esforzarse, y cuando pierdes significa siempre que no te has esforzado lo suficiente. De hecho, si como el mismo Pablo reivindica, Rosell fue absuelto aceptando la Audiencia Nacional los argumentos expresados por Molins desde el primer minuto, es que algo hizo mejor, y en tan sólo 15 días, José María. Pablo y Gonzalo creen que el problema fue la jueza Lamela, un poco como cuando yo decía que el profe me tenía manía. En este punto, aprovechando el buen humor de Gonzalo, y que Jordi Pina es también socio del despacho, le digo: «Vamos a dejar esto a un lado, no sea que sus explicaciones agraven su actitud». Y con esta cita del juez Marchena, por quien brindamos entre vítores y aplausos, llegamos a la tercera consideración, que es que Pablo se siente herido por mis artículos. Es sin duda un apasionante asunto.

Pablo Molins es, sobre todo, un empresario del derecho, probablemente uno de los más dotados de España. Y como principal relaciones públicas de su empresa, sabe que tiene un negocio abierto al público, y por lo tanto expuesto a recibir halagos y críticas. El mayor halago es un cliente y yo creo que esto Pablo lo ha tenido siempre claro, Sin embargo, por la angustia que me transmite Gonzalo, creo que su socio no es aún del todo consciente de que la mayor crítica es a la que tú más importancia le concedes, y que sentirte «herido» por un artículo, incluso por uno de mis artículos, tiene más que ver con tu narcisismo que con el daño objetivo que pueda hacerte. Éste sea probablemente el secreto mejor guardado del periodismo en su intento por conservar su influencia, y su poder, en el siglo XXI, pero la sinceridad con que me habla el amigo de Paco me parece que merece mi misma sinceridad de vuelta. Igualmente le explico que cuando sufro algún linchamiento en Twitter sé que basta con no mirar durante dos días. Esta red social es no más que una cloaca y lo único que tienes que hacer es tirar de la cadena y abrir la ventana.

Aclarado esto, que creo que es sustancial, no me siento cómodo con que Pablo Molins se sienta herido por mis artículos. Es cierto que no me ha hecho nada, es plausible que «negligencia» es una palabra mal usada, y no puedo negar que mis conocimientos jurídicos no dan para el análisis consistente de un caso que, como el de Rosell, es enrevesado y tiene más de una vertiente. Por todo ello y porque mis discrepancias con Molins son estéticas o morales, pero nunca personales, me gustaría que este artículo sirviera -además de para explicar que aún en esta Cataluña fanatizada, vulgarísima y desahuciada, quedan personas que piensan que una conversación amable es la manera culta y civilizada de resolver sus discrepancias- para borrar en Pablo el rastro de cualquier ofensa o dolor. Nunca es lo que pretendo y me causa toda clase de disgustos que el debate público se salde con heridas íntimas. Yo no tengo la capacidad de odiar y no existe absolutamente nadie en este mundo a quien si me lo encontrara herido, ya de noche, en medio de la calle, no le llevaría al hospital para que le hicieran sus curas y esperaría con él a que su familia llegara.

Y no es que le desee ningún accidente a Pablo para demostrarle lo simpático que puedo llegar a ser, tal como el hecho de que los mejores poemas de Louis Aragon sean los que escribió sobre la invasión nazi de París no significa que los alemanes tengan que tomar la capital francesa para que el señor Aragon escriba sus buenos poemas, pero me parece que la magnífica velada que pasamos con Gonzalo merece darnos la oportunidad de que sea el comienzo de una hermosa amistad.

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