Salvador Sostres - Todo irá bien

Media hora de país culto

Que Gabriel Rufián y Arcadi Espada puedan conversar media hora es de país aseado, culto, que merece la pena. España y concretamente Cataluña se tienen que volver a edificar sobre esta piedra

Arcadi Espada y Gabriel Rufián en un momento del programa La Fábrica ABC

Gabriel Rufián ha entrevistado a Arcadi Espada en su programa La Fábrica. Puede verse por internet. Es media hora de Civilización sin enjuague. Rufián pregunta lo que quiere y Arcadi responde lo que le parece oportuno. Ni el político confunde el escenario, tratando de convertir una entrevista en un debate, ni el periodista trata de empatar con el entrevistador rebajando la dureza de sus respuestas. Es media hora de país moderno, culto, aseado. Una conversación interesante, educada, posible entre dos hombres que casi nada tienen en común, ni es probable que jamás lleguen a tenerlo, pero que son capaces de sentarse, escucharse, explicarse y respetarse. Dos que, además, no fueron pocos los improperios que llegaron a dedicarse.

La turba, amontonada sobre todo en Twitter en este caso, ha insultado a Rufián acusándole de «blanquear a fascistas», entre otras expresiones de similar audacia. Está muy bien que Rufián entreviste a Arcadi aunque sólo sea para que el independentismo se dé cuenta de la estrechez mental y totalitaria del grueso de su tropa. No es mucho mejor la tropa del otro lado, pero la diferencia es que en el otro lado ya lo saben. Está muy bien que Rufián y Arcadi se sienten y hablen, y se digan lo que tengan que decirse, y lo hagan usando las exactas palabras; y que luego se desborden las cloacas con todas sus ratas para que recordemos lo muchísimo que nos queda por mejorar como sociedad, como autores -que no actores- de un debate público increíblemente empobrecido por el sectarismo, por el fanatismo, por esta mediocridad que flota como un cadáver. El viernes por la mañana un becario me preguntó «on em fico?» refiriéndose a dónde tenía que sentarse. Le hice ver que «ficar» es sólo para cuando metemos una cosa dentro de otra y me respondió que él es de Lérida y que allí lo dicen así. La conversación terminó cuando al decirle que la procedencia no podía ser una excusa para la ignorancia, me llamó fascista.

Un país en el que Rufián y Arcadi puedan hablar media hora es un país que merece la pena. España, y sobre todo Cataluña, tienen que volver a edificarse sobre esta piedra. No para empatar. No para impedir que los jueces hagan su trabajo. No para establecer ningún tipo de igualación moral entre lo correcto y lo podrido. Todo lo contrario. Muchas conversaciones como ésta para que aflore el fascismo que querría prohibirlas, e ir a por él hasta erradicarlo. Muchas más conversaciones pausadas y aseadas para que tenga su espacio la palabra bien dicha, para que el ritmo de una conversación educada sea el ritmo de nuestra vida, para que la discrepancia sea vista como una interlocución y no como una provocación o un insulto o un ataque.

Los líderes tendrían que hablar regularmente los unos con los otros. Sobre todo los menos parecidos. También los artistas, los intelectuales, los empresarios, porque hablar entre distintos es lo que hacen las personas libres en los países civilizados. En 2015, Miquel Iceta me contó que Antonio Baños le había dicho que tenía que pedirle permiso a la CUP para ir a tomar un café juntos. Es lo contrario a la Civilización, es su inevitable extinción.

El padrino de mi hija es Vicent Sanchis, director de TV3. Le quiero como a nadie en el mundo y cuando le hice padrino es porque de verdad le confiaba la vida de Maria si algún día algo me ocurría. Cuando yo era independentista, Arcadi Espada y Valentí Puig ya eran era mis ídolos y nunca me sentí extraño ni avergonzado, ni -lo más importante y significativo- ellos se avergonzaron de mí. ¿Tendrían que haberlo hecho? ¿Me convirtieron en un mal patriota mis sentimientos? También en 2015, pocos días antes de San Juan, fui a almorzar con mi querido amigo Francesc Sánchez, entonces persona de la máxima confianza de Artur Mas y ahora también de Carles Puigdemont. Coincidimos en el restaurante -La Lonja- con Josep Martí Blanch, en aquel tiempo secretario de Comunicación del Govern. Nos saludamos y por la noche llamó a Sánchez para pedirle explicaciones de por qué almorzaba conmigo. Además de ser un pobre idiota -de esos con ínfulas, que todo el mundo ve que lo son menos ellos- Martí Blanch no sabía realmente con quién estaba hablando, porque Francesc es encantador, pero del Baix Llobregat, y cuando alguien intenta violentar los límites de su dignidad recibe la clase de merecida respuesta que el pobre Martí, que ya no es nadie, recibió aquella noche.

Es inevitable que las sociedades modernas tengan tensiones, problemas y visiones muy distintas sobre cómo hay que resolverlos. Pero ello no tendría que ser un impedimento, sino un aliciente, para que la entrevista de Rufián a Espada fuera la norma y no una excepción. El fascismo no son unas ideas. El fascismo no es estar a favor o en contra de la despenalización del aborto, de la mayor o menor restricción del flujo migratorio o de la educación religiosa. El fascismo no está en las distintas ideas sino en la relación que establecemos con ellas, en la manera que tenemos de defenderlas y de tratar a los que discrepan. El fascismo no es una idea: es un argumento, es una actitud, es que Rufián y Espada no puedan hablar -y no que no se pongan de acuerdo. El fascismo es que nos extrañe que dos que están en profundo desacuerdo, se sienten media hora a hablar libremente de lo que piensan. Incluso de lo que piensan de ellos y que sea tan desfavorable como lo que Arcadi piensa de ERC.

Si Arcadi o Carlos Herrera son perfectamente capaces de entender que su público es forzosamente desigual, y que es inútil esperar de las masas algo que no sea el más cruel linchamiento, incluso de las que se supone que te son partidarias; existe en algunas capas de la dirigencia independentista la pueril sensación de que a su alrededor sólo militan ultrapuros y que los catalanistas «tenemos otra forma de hacer». Este racismo, este supremacismo, inocente en su formulación, acaba constituyendo una forma de fascismo que ni siquiera viene de creerse mejores, sino de la ciega fe con que se niegan los propios errores y se convierte al adversario en enemigo para culparle de todos los males, como sucedió justo antes de precintar el gueto de Varsovia. El independentismo tiene esta asignatura pendiente y muchas conversaciones ayudan más que muchos monólogos de Pilar Rahola.

Un país culto, estructurado, propietario su destino y que ha entendido su historia, no tiene miedo de hablar, ni de escuchar, ni de discrepar, ni de crecer en la empatía. Somos los de la esperanza, no los del recelo. Y a la libertad, como a Dios, tenemos que salir a buscarla con los brazos abiertos.

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