Salvador Sostres - Shambhala
La línea
La pregunta es siempre dónde decido poner la línea. En lo que escribo, en lo que vivo, en la representación y en el fraude
La pregunta es siempre dónde decido poner la línea. En lo que escribo, en lo que vivo, en la representación y en el fraude. Siento un profundo desprecio moral por la calefacción y el frío es mi temperatura. A veces tengo frío, y me llega a incomodar, pero prefiero mantener mi absurda posición sobre las estufas, y sobre el calor en general, que estar un poco más cómodo. Mi hija casi nunca tiene frío, y aunque no siente aún desprecio por los calefactores, le molesta su efecto tanto como a mí y por lo tanto nunca tengo que trazar la línea. Es el ejemplo más sencillo.
Se me complican las líneas, y la vida, en lo que escribo. El cerebro se me gira y no pienso en nada más que el artículo, en la validez del artículo como artículo, ni siquiera en su validez intelectual ni mucho menos en sus consecuencias familiares o civiles. Escribo y sólo escribo y no pienso en nada más que en la siguiente frase, en el párrafo como un cuerpo y en la última caricia, que tiene que unirse a la primera, porque somos un círculo. Me cuesta muy poco escribir mis artículos. Me cuesta mucho más cargar con ellos el resto del día. Escribiendo siempre he sido libre, he hallado siempre el modo, a veces me dejo llevar por algunas estupideces que sin saber por qué me hacen mucha gracia, pero más temprano que tarde regreso al centro y explico muchas más cosas, y de mucho más cerca, que cualquier otro articulista de España. Vivir con lo que escribo me hiere, me duele y a veces me mata. Pero como en la calefacción, estamos aún en la parte fácil de la metáfora: la decisión es siempre la misma, y casi nunca trazo la línea y lo que escribo es lo que no puedo dejar de escribir y al revés. Pocos cuerpos entre tú y yo.
Lo más difícil, como hombre y como padre, lo que siempre vuelve a empezar y nunca puedo resolver de un modo genérico y estable es vivir como uno que escribe. No tanto con lo que escribo sino con el hecho de que me dedico a escribir y en las condiciones en que lo hago, y lo que es mi deformación es mi encanto, y lo que es mi angustia es mi alegría, y como sabemos los que sufrimos vértigo, el miedo a la altura es en realidad ganas de tirarse. «Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto. Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes». Y es una ansiedad que no puede curarse con fármacos porque no depende de ningún estado mental sino de la exacta crudeza de lo que simplemente hay. Vivir en tensión es lo único decente que puede hacer uno que escribe. Pero la tensión siempre quiere algo más de mí y, como la libertad, si no avanza, retrocede; hasta volverme flácido, un peso muerto y yo y todo lo que hago nos volvemos una deprimente pérdida de tiempo y no sirvo para nada.
Continuar tensando es la única solución, pero no es una solución estable, porque entonces me rompo, y aunque emergen entonces los artículos más hermosos, pasados unos días mi cuerpo se apaga, un absoluto cansancio me deja sin fuerza ni y es como si volviera de un largo e intenso viaje provocado por prohibidas sustancias. Todo se vuelve lúgubre a mi modo de verlo, y yo me vuelvo lento, y tomo malas decisiones, y aunque no llego a escribir mal, cada palabra tengo que arrancármela y no se deslizan mis dedos por el teclado. No es que no trace la línea, es que no sé dónde trazarla. No intuyo el dolor hasta que no me ha atropellado y cada vez me sorprende. No veo el precipicio hasta que me veo caer y entonces sólo puedo cerrar los ojos, cumplir con el cometido del día, con el piloto automático, y procurar que nadie me note el asco que me da la persona barata, incómoda, despojada de cualquier Gracia que me siento.
No hay motivos objetivos para despeñarse o para emerger. Nunca son los mismos. A veces una sola causa acaba sirviendo en ambas direcciones. Entre el yo que vive y el yo que escribe la relación es estupenda, pero no hay nadie al mando. Ni el uno manda sobre el otro ni los dos juntos son capaces de compensarse en la contradicción. No entiendo a los que dicen: «a mí escribir me sirve para aclararme», o para lo que sea. ¿Cómo que a mí escribir me sirve? Yo sirvo a mi escritura, mi vida son las vacas en la fila del matadero de mis artículos. El desguace al principio da pena, pero cuando llevas años trabajando allí has aprendido a separar la carne de cualquier otro sentimiento.
Lo único de mi vida que no está en esta fila es mi hija. En cierto modo lo está, porque es un gran tema, incluso para decir que no lo es del todo. Pero en la hora crucial no lo está y ella es más importante. Nunca he tenido que elegir en serio, ni creo que me vaya a ser necesario, pero ella es más importante para mí que lo que escribo, y la única cosa que yo soy por encima de uno que escribe es uno que soy el padre de Maria: pero el padre de Maria es uno que escribe, claro. Y así hablamos, y así vivimos, y así, indiscutiblemente, la influyo. No digo «indiscutiblemente» como un alarde sino más bien como algo que no siempre me permite dormir tranquilo.
Mi madre cuidaba mucho mi alimentación, bien asesorada por mi querido pediatra, Juan Brotons. Mi abuela poco a poco forzó la máquina hasta despertar a la bestia. No fue con foie ni con caviar, eso ya lo hice yo una vez desatado. Mi abuela se limitó a reprocharle a mi madre, una y otra tarde, que cómo me daba el yogur sin azúcar. ¡Sin azúcar!, exclamaba mi abuela, y cuando mi madre se marchaba ella abría otro y le ponía azúcar delante de mí, muy lentamente, como si se tratara de un elixir, contándome cosas fascinantes sobre los grandes restaurantes, como si fueran cuentos de héroes y que a mí me parecían las más sensacionales que jamás había escuchado. Así me despertó a la bestia, sólo con dos cucharadas de azúcar, pero con la mala leche y la intención de los genios cuando les basta el gesto de una mano para dibujar el mundo. La bestia del conocimiento, del placer, de la sobremesa, de la vida social y del poder: de todo lo que, en fin, he acabado siendo; pero también la bestia compulsiva, excesiva, obsesiva, a veces fuera de control que también soy y me sangra. Sin la educación de mi abuela no habría sangrado tanto pero tampoco habría tenido el carácter ni la fuerza para escribir como escribo, ni para vivir en la tensión, ni para poder mecer, hasta volverlo suave, el gran peso del mundo en mis brazos. Otra vez la línea desdibujada, si es que hay línea. Querría transmitirle a mi hija lo que soy sin lo que sufro, y hay días que pienso que podré, y aunque ya sé que incluso planteármelo es ridículo, cuando es tu niña cuesta asumir la parte de la angustia aunque sepas que no hay alternativa. Te va a doler, pero sería peor dejarte sin el empuje de la Gracia, sin la intuición de la luz, sin las líneas desdibujadas, arrasadas por el talento y por la vida, por el dolor, por lo que un día te hallarás escribiendo, dibujando o componiendo un perfume y diciéndote: «lo que hago y lo que soy es exactamente lo mismo».