Salvador Sostres - Shambhala

La libertad es una gracia

«Justo lo contrario del envoltorio político, el Lluís Llach artista estuvo pletórico. Tenía más voz, y más luminosa, y más bonita, que todos los jovenzuelos juntos a los que invitó a cantar»

Salvador Sostres

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Suerte que han perdido, porque si llegan a ganar me quedo sin concierto, pensé el sábado entrando en el Palau Sant Jordi. El puntual regreso de Lluís Llach a los escenarios fue para recaudar fondos en favor de la organización Debat Constituent, que promete redactar una constitución que no será tal para un país que tampoco existirá. Y así, todo. Enésimo ritual de la derrota, abrumador aquelarre de resentidos y desequilibrados que sin embargo estaban todos tan contentos, tan satisfechos de su trayectoria, y tan persuadidos de tener razón, que parecía la celebración de una victoria. Ni crítica, ni autocrítica ni la sensación de que tuvieran que cambiar nada. El único indicio de que allí se había perdido era que el oficiante era Llach, porque él victorias no ha celebrado jamás ninguna. Como acto político fue surrealista, una grotesca reunión de fanáticos con ningún sentido de la autoexigencia y con una dignidad tan a ras de suelo que para humillarles no hacía falta el concurso de un tercero. Agua estancada que hiede de tanto no ir a ninguna parte. Es altamente significativo que, a pesar de que el Sant Jordi registró una muy buena entrada, Llach no consiguiera agotar las entradas ni en su regreso estelar, tras 15 años sin cantar.

Justo lo contrario del envoltorio político, el Lluís Llach artista estuvo pletórico. Tenía más voz, y más luminosa, y más bonita, que todos los jovenzuelos juntos a los que invitó a cantar. Una voz trabajada las últimas semanas en severas clases de canto y con series de abdominales para fortalecer la musculatura torácica. La intensidad con que cantó cada una de sus canciones fue la de un artista perfectamente vigente. Carles Cases le hizo los arreglos con talento y gusto, ligeramente otoñales para adecuarlos a los ritmos más serenos del cantante, que el próximo mes de marzo cumplirá los 74. Llach no pasó de puntillas por el recital: se empleó a fondo tanto en las canciones que cantó en solitario (9) como en las que que cantó con sus invitados (13). Sobre los invitados hay que decir que eran todos de un pobrísimo nivel, en muchas ocasiones al límite de la vergüenza ajena. Con la excepción de Joan Dausà, que estuvo como siempre afectadito, pero también como siempre, correcto, el elenco del que el señor Llach se hizo acompañar demostró lo deprimente que es la música, y la vida, cuando en lugar de la calidad preferimos la adhesión incondicional; y también que los cantautores ya no ocupan un papel central en nuestra sociedad, y que si surgiera uno de igual valía que Maria del Mar Bonet, Raimon, Serrat o el propio Llach, probablemente no nos daríamos ni cuenta y en cualquier caso tendría mucho menos peso en nuestras vidas.

Pero lo más relevante de la noche, y lo más desolador, era escuchar a Lluís Llach en su recuperado esplendor y preguntarse por qué tuvo que dejar de brillar como cantautor para ir a hacer el ridículo en la política. Es la misma pregunta que podemos hacernos sobre Cataluña. ¿Por qué tuvo que abandonar el pragmatismo en el que sabía cómo desenvolverse y crecer para ir al conflicto abierto, al todo o nada, sabiendo que no estaba dispuesta a pagar el precio de romper España? Las personas, y los colectivos, hay cosas que sabemos hacer y cosas en las que fracasamos estrepitosamente. Yo sé escribir pero no sé dibujar. Por mucho que me esforzara, dibujaría siempre mal. Y si además quisiera reivindicarme como dibujante, sería patético. El señor Llach sabe componer hermosas canciones, de amor y de lucha, y el sábado demostró que aún puede cantarlas y que conserva intacto su envolvente poder escénico. Tenemos que hacer lo que sabemos hacer y hacerlo tantas veces como sea necesario. Tenemos que ser esclavos de nuestro talento, sirvientes de la Gracia que nos ha sido concedida. Somos deudores, custodios de nuestros dones. Y al final nos van a preguntar qué hicimos con ellos. Por lo tanto, mientras estás en condiciones de proyectarlos, mientras aún tienes fuerza y calidad para iluminar el mundo con ellos, es de cobardes retirarse. Yo entiendo que Serrat se retire, porque hace diez años que se arrastra por los escenarios dando auténtica lástima. Entiendo y celebro que el señor Serrat haya llegado por fin a la conclusión de que no puede continuar dando estos lamentables espectáculos con su cacareo sin voz y los arreglos de banda de feria con que prostituye la prodigiosa belleza de sus canciones. Pero el señor Llach, que conserva una voz caudalosa y preciosa, que aún cuando se sienta al piano consigue que el Sant Jordi entero guarde silencio y esté pendiente de cada uno de sus versos, no es absolutamente nadie para retirarse de lo que sabe hacer, de lo que por lo tanto tiene la obligación moral y espiritual de hacer; y mucho menos para ir a hacer el idiota, el sectario y el mediocre en este gran cubo de la basura que siempre ha sido la política catalana. Ni el señor Llach tenía que haberse retirado en 2007, ni tendría que haber sido en 2015 tan poco inteligente de pensar que haciendo la parodia del político podría ser más útil a su causa que defenderla cantando. Del mismo modo, Cataluña sabe hacer muchas cosas catalanas, españolas e internacionales, pero ha quedado acreditado por los siglos que fracasa cuando va a la confrontación abierta con el Estado, y también que es incapaz de articular políticamente el sentimiento nacionalista. Ya ni entro en la naturaleza de tal sentimiento, ni en si tiene razón política de ser: simplemente certifico la incapacidad histórica para darle forma. Hay que ser pasional, pero hay que ser inteligente. Hay que saberse superar, pero hay que entender qué te fue concedido y qué te fue simplemente negado.

Precisamente la inteligencia fue otro de los grandes temas de la noche. Sobre todo por su ausencia. Siempre me pilla por sorpresa, aunque de sobra lo sé, que el talento y la inteligencia no tienen nada que ver. Lluís Llach es uno de los mayores exponentes de esta gran y frustrante verdad. Las tonterías que este hombre puede llegar a pensar y a decir no tienen absolutamente ningún límite. Todo lo que ha defendido ha fracasado. Los partidos a los que ha votado han sido siempre los que más han estropeado lo que han tocado. Los más cínicos, los más mentirosos, los más fanáticos. Como él, que hace su cargante comedia antisistema para vivir luego una vida de privilegio por las ganancias que el sistema capitalista le ha devengado y a las que nunca ha renunciado. Sin embargo, es capaz de crear una belleza conmovedora, verdadera, lúcida, profundamente estética. Y cuando más se aleja del panfleto, más se eleva; y yo estoy seguro de que él lo sabe, y lo nota, pero se siente culpable en la pureza artística -como si traicionara algo- y más temprano que tarde acaba regresando al deplorable fango de la proclama.

Lluís Llach y Cataluña se parecieron el viernes más que nunca. En la miseria y en el amor, en lo que nos ha arrasado y lo que aún nos queda de belleza, de calidad y de esperanza. Suerte que perdieron, me dije saliendo del Sant Jordi entre la espantosa turba envalentonada. Las canciones son un don, pero la libertad es una gracia.

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