Salvador Sostres - Todo irá bien
El ladrón de rosas
«Hay que saber qué es el exceso para hablar de restaurantes. Hay que haberlo comido todo y haberlo arrojado para saber dónde está la medida»
Mi abuela me legó un millón de euros en Suiza cuando aún se podía tener «negro». Me dijo que era para que dejara de hacer el ridículo cuando escribiera de restaurantes. Me puso tres condiciones: gastarlo en un año, que no ahorrara ni comprar ningún bien (acciones, casas, etcétera) y que le escribiera una breve memoria de lo hallado. Tenía razón. Hay que vivir al abordaje. Hay que saber qué es el exceso para hablar de restaurantes. Hay que haberlo comido todo y haberlo arrojado para saber dónde está la medida; y si la paz no es rendirse, sino haberlo luchado todo, haberlo perdido todo, y decir entonces, muy despacio, un Padrenuestro, para vivir en la austeridad y que tenga algún sentido, haber arrasado antes es necesario. Tenía un millón y tenía que gastarlo. Empecé por París, continué por Londres y acabé en Nueva York. La cocina asiática es retórica desde que Ferran Adrià aprendió las técnicas y les dio profundidad. Asia es también retórica. Son muchos pero no hacen falta. Dos Palillos es un resumen de todo lo que Japón podía darnos, elevado por el talento, que es lo único que importa. Hay una sola Civilización y adquirimos la fuerza de lo que conquistamos. A Japón ya le hemos adquirido toda la fuerza y lo que les queda que no tengamos sólo es folklore: nada. Tampoco me preocupó nunca la ropa y me aburre la gente que habla de ropa igual que los que estudian idiomas -¡secretarias!. Pero siempre necesité un perfume que comprendiera mi momento, que cuando me oliera me explicara. Oler es el acto más culto. «Un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia», y un perfume de Jean Claude Ellena explica mejor que una novela cualquier historia. Déclaration de Cartier explica mejor el amor y la tragedia que Romeo y Julieta y puedes entenderlo cenando. Pero mi primera rosa no fue de Ellena sino de su querido Michel Almairac. Voleur de Roses. Es la rosa más perversa y violenta que jamás he conocido. Ya no es mi perfume pero siempre tengo un frasco y regreso a él cuando quiero recordar cómo se forjó el que ahora soy. Una rosa veloz, rebuscada, cruel, de la que era imposible no enamorarse y a la que es imposible sobrevivir. Resumió muy bien aquel momento mío y como ella nunca estuve tranquilo. Cenando en L’Ambroisie pensaba en ir a Hemingway y tenía que volver muchas veces para concentrarme en el plato. Sólo mi ladrón de rosas era tan ansioso como yo, y estaba tan inquieto, como si persiguiera algo y nunca pudiera alcanzarlo. No se vendía en España y compraba los frascos de diez en diez en París, y me los hacía mandar por avión, y me costaba más el envío que el perfume, y nunca me quedé sin, pero un día estuve a punto y fui un imbécil hasta que el portero me comunicó que el paquete había llegado. Tardé mucho tiempo en calmarme. Tardé más de un millón de euros en calmarme. Durante años pensé que si aquella aceleración no me había matado sería inmortal, hasta que murió Cruyff, que era mi gran esperanza. Mucho antes, diez años antes, se me abrió Rose Ikebana como una flecha en la carne. No fue mi primer Jean Claude Ellena pero fue el que más me ha marcado. Es verdad que me había calmado, pero aún buscaba el mar esmeralda, y Rose Ikebana fue el impúdico arte de tu cuerpo desnudo, los abordajes terminados, el galeón pirata ya en ruinas, y todo otra vez reanudado desde la ternura, desde una cierta derrota, pero en la total comprensión. No fue la mejor época de mi vida, pero sí la más introspectiva, la que me descubrió los matices, las líneas más difuminadas entre lo que yo antes pensaba que era simplemente binario. Muchas veces me sentí solo. Muchas otras no supe qué hacer. Rose Ikebana tenía que ver con tu cuerpo desnudo y con mi corazón tan blanco, con un cierto impudor y con la inocencia. A través del amor descubrí los límites, mis límites. Y yo creía que no tenía. Parece una forma literaria, algo que queda bien porque lo escribes. Pero yo realmente creía que no tenía límites y que era más fuerte que cualquier circunstancia. La fina transparencia de Rose Ikebana me dijo algo de mí que no sabía, y fue una decepción pero también una conversación más larga y aprendí a usar mis recursos -más pobres de lo que había imaginado- con una gracia que parecíamos legión. Fue mi rosa desnuda y me desnudó. Al principio me diste miedo y reparo, pero seguí tu rastro. «Intenté despojarme de recuerdos y el tuyo me envolvía. Dije que no eras más que polvo y el polvo se rió de mí». Y estuve ya entonces preparado para conocer a Anna, mi mujer, ya no éramos unos críos. Y por supuesto nos gustamos, y nos enamoramos, pero si tuviera que decir lo más hermoso diría nuestra largas conversaciones. Fue mi amor y mi mejor amiga. Fue mi mujer y mi confidente, y no es que hable de ella en pasado sino que me refiero al principio. Hablábamos mucho. Mucho. Y también reíamos mucho. Ella es perfumista, como su padre. Un día en París, saliendo de L’Atelier, cuando Robuchon aún estaba, entramos en el Frederic Malle de Grenelle, y mis días se iluminaron cuando sobre mi piel cayó lento el spray de Lipstick Rose, de Ralf Schwieger. La dependienta nos contó que el autor lo creó en homenaje al olor del pintalabios de su madre, y yo no lo pongo en duda, pero a mí me olió a todas las exuberancias, a todos los cabarets y a todos los burdeles de París de los años cuarenta; una rosa brutal, exponencialmente multiplicada, de tan femenina, posfemenina, tal vez el único perfume que desde el exceso creativo me había hecho reír con esa risa que da el buen humor cuando alguien más inteligente que tú te explica en realidad cómo es la vida. Compré el perfume y compré dos porque algunas cosas hay que decirlas dos veces, aunque Anna me intentó frenar, diciéndome que no podía ir por el mundo oliendo a fulana, a pintalabios y a cerillera, todo de una vez, y el taxista cuando llegamos a Lasserre me dijo muy caballerosamente: «disculpe, señor, ¿le puedo preguntar algo a su mujer?», y le dijo que su perfume le había cautivado y si le podía decir cuál era. Anna no me delató y contestó como si lo llevara puesto ella; y al taxista hoy le llamarían machista, y hasta lo meterían en la cárcel, pero yo nunca olvidaré su cortesía como cima de un mundo que ha desaparecido. Con Anna nos reímos toda la noche y Lipstick Rose ha quedado para siempre ligado a los momentos más felices de mi vida. Pasaron los años, nació nuestra hija. Con Anna aún reímos pero algunas conversaciones se volvieron salvajes y muy duras, y las negociaciones y las canciones de amor se suelen confundir como si fueran lo mismo. Mi yo es ya sólo el yo que escribe y para todo lo demás soy el padre de Maria pero no puedo vivir sin una rosa precisa que hable de mí, y a mi edad necesitaba una que me encontrara, más que tenerla que encontrar yo a ella, y Jo Malone me la dio en diciembre entre magnolias. Una rosa de mi edad, sin reto ni metáfora. Pero María me dice: «Huele al postre de Tickets de la rosa», y yo sonrío, porque tiene razón y ansia por contarla. No tengo un millón de euros, pero tú ya has empezado a escribir tu historia.