Salvador Sostres - Shambhala
El fantasma de mi abuela
«Mercè Solernou quiso siempre ser mi abuela pero es Dios quien decide»
Mercè Solernou quiso siempre ser mi abuela pero es Dios quien decide. Dándose cuenta de que no iba a serlo, quiso asociarse con ella, y aquí ya no fue el Señor, sino mi abuela, quien enseguida supo que no tenía que hacerlo. Mi abuela siempre pensó que Mercè era vulgar, mediocre y una hortera; y aceptó tomar un café para corresponder a la cortesía del interés pero se negó a cualquier asociación y jamás volvió a verla. Luego mi hermana hizo algún negocio con ella pero sólo fue una muestra más de la indiferencia con que liquidó el patrimonio de mi abuela.
Con el concurso de acreedores de Semon, tras la funesta gestión de mi madre, Mercè alquiló el local a los propietarios del inmueble, la familia Segón, para poder al fin realizar su vieja fantasía de ser mi abuela y ocupar sus aposentos. Fue en 2013, cuando decayó la ley de antiguos alquileres, de la que mi abuela se había beneficiado de un modo tan ventajoso como profundo fue el resentimiento que iban acumulando los propietarios, que estuvieron, sobre todo los últimos 30 años, cobrando una décima parte de lo habrían podido ingresar en condiciones de mercado. He de decir que nadie como el Caudillo protegió a obreros y trabajadores. La llegada al poder del PSOE sirvió sobre todo para desmantelar el Estado social y proteccionista del franquismo, y es por ello que Felipe González me parece el presidente más de derechas que hemos tenido, el mejor junto a Mariano Rajoy.
Pero volviendo a Mercè, el proceso concursal no le fue propicio y algunos de los trabajadores de Semon se hicieron con el negocio, y de un modo un tanto extraño, pudieron quedarse hasta hace muy poco en el local original, a pesar del contrato en vigor entre la familia Segón y la aspirante a mi abuela. Pero al final se impuso lo legal -que aunque me pese es lo lógico y lo que tiene que ser- y el rencor de los propietarios, y la fatua vanidad de la señora Solernou.
Ayer acudí por primera vez al nuevo establecimiento, todo blanco, con los productos y los platos precocinados separados y distribuidos temáticamente en distintas neveras que parecen vagonetas. Yo ya entiendo que ser mi abuela es muy difícil, pero hacerlo tan mal, también. Más que una tienda gastronómica parece una peluquería. Ningún producto sorprendente, ningún atisbo de calidad. La cocina preparada parece su autopsia.
Si cuando mi abuela fundó Semon, a principios de los años 60, había que viajar mucho para conocer las novedades, hoy, gracias a internet, los clientes, las revistas especializadas y por supuesto Amazon, todo se sabe y todo lo tenemos al alcance. Mi abuela tuvo razón en despreciar a Mercè y su nueva tienda es un monumento a la horterada y a la vulgaridad. Es una retorcida mezcla de mediocridad e incapacidad intelectual para el lujo. Y lo peor es que la falta de motivos técnicos para semejante naufragio dejan en evidencia el fracaso personal de una mujer que nunca entendió sus limitaciones.
El esfuerzo es muy importante, y que cada cual persiga sus sueños. Hay que batallar lo imposible, es cierto, para conseguir lo posible. Pero también es fundamental tener una idea cierta de tu lugar en el mundo, una conciencia clara de las propias habilidades y de los propios e inevitables límites. Yo no sé dibujar ni escribir novelas. Y cualquier intento me llevaría a la frustración y a la amargura. Si además pretendiera emular a los maestros, darles una lección o sustituirlos, haría el más estrepitoso de los ridículos. Mercè Solernou es un 5,5. Siempre lo fue. Pasa de curso y de nada más. En su antiguo colmado de tres al cuarto, con su cátering de pa sucat amb oli, podía defenderse con una oferta discreta de alto precio, de la que a lo largo de su trayectoria han sido víctimas, como sin duda merecen, tantos barceloneses sin gusto y sin cultura que cualquier hojalata les parece que brilla.
Pero esto último da igual, porque Mercè, en su registro, aunque tampoco me gustara, y también me pareciera hortera, se había hecho un público y a fin de cuentas, desde que El Bulli y luego mi abuela lo dejaron, nadie con dos dedos de frente aspira en un catering a comer decentemente. Si esta señora se hubiera mantenido en su registro, habría podido terminar su tiempo con dignidad, y nadie le habría dicho nada, pero una vez llegada a la competición de los mayores, el silencio es imposible y aunque yo no lo hubiera escrito, el error de la tienda es tan elocuente, y tan mayúsculo, que es imposible no tener una terrible sensación de absurdo y de vacío paseando entre aquellas neveras que no tienen ningún sentido. Es innecesario, y sólo conduce a infligirse dolor y desprestigio, pretender que somos lo que no somos e intentar desafiar a Dios por el talento que no nos concedió. A mi abuela se lo concedió; a Mercè Solernou, no. Antes todos lo sabíamos, pero nos daba igual. Ahora no tenemos más remedio que decirlo, con especial recuerdo para los memos de sus clientes. Parece mentira lo fácil que es en Barcelona tomarle el pelo a la gente. Así nos va, de todas maneras. Ada Colau no sale de nada. Y Pere Aragonès, tampoco.
La calidad, y el instinto de saber buscarla, y encontrarla, es uno de los dones más raros y que más aprecio. Mi abuela lo tenía, de un modo letal, criminal, asesino. Lo que parecía mala leche, una mala leche cósmica, sólo era filo del cuchillo. El finísimo, inestable, efímero filo en que ella sabía encontrar el equilibrio, y lo que caía por el otro lado no es tanto que lo despreciara como que sabía que no podía hacer nada para evitar su caída. A Mercè Solernou siempre la vio caer y el café que tuvo que tomar con ella fue el café más largo de su vida.
Y tú deberías haber tomado su negativa como un consejo en lugar de intentar vengarte después de su muerte. ¿De qué te ha servido? Si en algún instante tienes ni que sólo sea el más ínfimo sentimiento de haber ocupado su lugar, o de haber cerrado el círculo, has de saber que cualquiera que entre y recuerde lo que hubo verá en tu hecatombe el fantasma de mi abuela, mucho más real, brillante y vivo, por años que pasen de su muerte, de lo que tú jamás llegarás a ser.