Salvador Sostres

Un correctivo proletario

«Hay pocos parques temáticos tan bien pensados y llevados a cabo como Port Aventura. Su principal y tal vez único gran defecto, del que se desprenden las demás imperfecciones, es que no está dirigido por personas que disfruten con las atracciones»

Port Aventura / ABC

Salvador Sostres

Como el doctor Zhivago, como Hannibal Lecter en su precuela, como el último emperador he sido degradado en Port Aventura . Desde hace 20 años y hasta la temporada pasada tuve siempre unas fantásticas pulseritas que me permitían acceder por la salida a las atracciones, no hacer ninguna cola, montar en primera fila y las veces que necesitara sin tener que bajarme. «Pegasos, lindos pegasos, caballitos de madera. Yo conocí siendo niño, la alegría de dar vueltas sobre un corcel colorado, en una noche de fiesta». Eran unas pulseritas prodigiosas, que me abrían paso entre la multitud como si el mar se abriera. Pensaba que sólo me gustaban las atracciones y por supuesto que me gustan, lo que me hacía adicto a la experiencia era el poder, el ángulo, la distancia para contemplar como algo lejano y exótico, siempre piadoso, el mundo de los otros.

Era mi lujo más puro, el que de un modo más nítido marcaba una línea en el suelo entre mi yo y lo demás, entre lo que para mí había sido creado y dispuesto y las afueras de la Providencia. Port Aventura fue para mí los Reyes que siempre esperé el día que no era y nunca llegaron. Mis sueños de agosto pensando que si los soñaba muy fuerte podría hacer que al día siguiente nevara. Sobre todo cuanto mayor era la afluencia, fluía entre la turba como si yo fuera un espectro de otros tiempos, un mago anciano, un profeta; el gentío y el calor me daban la épica, y con mi pulserita Excalibur volvía victorioso de todas las batallas. Port Aventura no era para mí un parque de atracciones. Era Camelot, era Hogwarts y sobre mí redundaba el sentido, el espíritu de la fortaleza. Iba al parque varios días al mes, me fijaba en cada detalle, en cada mecanismo, en cada persona. En los procedimientos que podían mejorar, en los protocolos que faltaban, en el niño profundo demasiado olvidado entre líneas de negocio y que es imprescindible para entender y realizar una historia de amor tan bonita como Port Aventura.

Mi pulserita me daba esta superioridad, este sentimiento de pertenencia contrario al nacionalismo tumultoso y ramplón, y que se concretaba en el vínculo sagrado con lo extraordinario que sólo alguna vez sentimos que tenemos. Tan cerca de Dios que podría ser yo. Desde esta altura es cuando se ve mejor, y desde este entusiasmo. Por eso los columnistas de ABC escribimos mejor que los de 'El País'.

El resumen de lo que siempre le reportaba al director es que Port Aventura tiene que aprender a querer a sus clientes tanto como sus clientes queremos al parque. Hay pocos parques temáticos tan bien pensados y llevados a cabo como Port Aventura. Su principal y tal vez único gran defecto, del que se desprenden las demás imperfecciones, es que no está dirigido por personas que disfruten con las atracciones. Son buenos profesionales pero disfrutones mediocres. Son directivos competentes pero sin niño profundo. No es lo mismo vender fregonas que montañas rusas, por mucho que se empeñen en creerlo algunos ejecutivos o 'headhunters'. Nunca podrán profundizar en el verdadero negocio del parque, nunca darán el gran salto de ser el parque que defina cómo serán todos los parques del futuro porque se aproximan a Port Aventura como adultos en lugar de anticiparse como niños.

No sueñan en el parque. Luego hay que ser inteligente, claro, y tener claras las cifras, y ser realista. Pero para trabajar en Port Aventura o Disney hay que haberlos soñado antes, y sólo desde el niño enloquecido y desde el padre entregado sabrás lo que puedes venderles. Cómo y a qué precio. El nuevo director fue siempre educado conmigo, incluso una vez comimos juntos en Yashima, pero lo que le decía no podía interesarle menos, e incluso creo que llegó a irritarle bastante. Pese a que puse todo el empeño en ayudarle, no le gusté y eso hay que aceptarlo. No podemos gustar a todo el mundo, ni siquiera –y esto es lo que más me ha costado de asumir a lo largo de mi vida– a aquellos a los que queremos gustar y tanto esfuerzo ponemos en ello.

Como todos los parques, o como casi todos, Port Aventura dispone de unos pases rápidos que se pueden comprar. Si una entrada para los dos parques cuesta 60 euros, el cúmulo de pases que tienes que comprar para tener un acceso preferente a más o menos todas las atracciones asciende a unos 120 euros euros. 180 en total. Son precios que cuadran con parques europeos de la misma importancia. Y a eso aún esta temporada estaba invitado, pero en absoluto es comparable al privilegio anterior, a aquella distancia con el mundo. Cuando has jugado a ser Dios, imagínate la humillación de tener que volver a ir con cosas que se pueden comprar. Para mí fue como si la CUP me hubiese propinado un correctivo proletario . Hicimos el recorrido habitual con mi hija y sus amigas, pero yo ya no subí a nada. Han matado a mi caballo, y me fui despidiendo del parque, como si se fuera borrando a mi paso.

No sólo no guardo ningún rencor a Port Aventura y a su director sino que el único sentimiento es el de la profunda gratitud por todos estos años de maravilla y privilegio. Me sabe mal que me engañaran, que se hicieran como los huevones conmigo diciéndome que mi pulserita había sido eliminada cuando era manifiestamente falso, porque no son los modales que uno espera en un mundo civilizado. Pero en fin, decir esto es como quejarse de «las formas» cuando una mujer te deja y se va con otro. ¿De qué otra forma podía haberlo hecho para no herirte tanto? Continuar con este tipo de conversación no sólo es estéril, sino que resulta francamente humillante. Lo que más me deja un poso de amargura, y la sensación de que a partir de ahora va a ser una amargura creciente, e insoslayable, es que como el parque en el último paseo, mi mundo se va borrando.

Mis héroes se van aproximando a su ocaso y los palacios que me abrieron se desvanecen con ellos. Me he hecho mayor pero aún soy demasiado joven y me quedan demasiados años para vivir en la intemperie y en la vulgaridad de lo que puede comprarse. Yo soy una de las personas que, con menos, vive mejor de España. A veces con un cierto sentimiento de impostor, y otras porque donde no alcanza el dinero, llego con el entusiasmo y con el talento. Conozco y quiero a los mejores, y la inmensa mayoría aún perduran, pero mi degradación a paria en Port Aventura ha sido un aviso de cómo irán siendo las cosas a partir de ahora. Como algunos fármacos con el alzhéimer, espero poder retrasar la devastación, ralentizar un poco su avance para que mi hija pueda vivir algunos destellos en la edad en que guardamos ya minuciosa memoria de lo extraordinario.

Soy la tanda de bises de un concierto mítico, empiezan las propinas en mi vida. Lo peor es que yo aquí estaba muy cómodo y muy contento, y no habría tenido inconveniente en que durara más. Lo mejor es que quien ha vivido bien –y os juro que en esto no hay pose ni fingimiento– está íntimamente preparado para que la muerte en cualquier momento llegue, y no existe el miedo, y sólo siento ternura y agradecimiento. También la sensación –no exactamente postrera, pero bueno– de que me queda aún fuerza y luz para estar seguro de que algunas de las mejores cosas que al final habré vivido tengo aún que conocerlas.

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