Salvador Sostres - Todo irá bien
Mis bailarinas
Se necesita más fuerza para sobrevivir a los dementores que a los inevitables accidentes de nuestras vidas imperfectas y trágicas
Era tarde en la noche. Estábamos en Dry Martini cuando mi amigo recibió este mensaje: «¿Tienes casa?». Era justo la chica y la noche propicia. Otra amiga nos acompañaba que de mí algo esperaba. Mi amigo saltó del taburete, sin casa, como un escolar que no ha hecho los deberes ante la mirada inquisidora del profesor. Se lo preguntaba su amor, se lo preguntaba la vida con cara de maestro, la medianoche tendiéndose sobre el mediodía siguiente como un puente para los amantes. Era tarde en la noche y sin que él me viera llamé al hotel y di la orden, y cuando se lo anuncie gritó como un gol de la Champions, y llévate una botella de ginebra y las tónicas y el barman puso en la bolsa también unos limones. «Enguany ens ha lluït promès i deu tenir gust de llimona». Era mi amigo muy joven con su cuerpo alarmado, la gran sabia que a los 20 nos sube y a veces creemos que es amor y otras veces no sabemos qué creer, pero nos turba lo mismo. Y era yo, que más que en otra edad, estoy ya en otra era, con mis competencias transferidas, con la emoción más lenta y rebuscada y ordenar las camas de mis amigos jóvenes es lo más cerca que me gusta estar del amor si es que alguna vez estuve cerca del amor. A mí el amor me basta con enunciarlo, y que ya lo hagan mis amigos en las estancias que yo he dispuesto. Me basta con precipitarlo, el amor, y es una alegría que embriaga más que cuando el atleta tenía que ser yo. Una felicidad más redonda, una euforia postrera de nuestra masculinidad en horas bajas, de nuestra masculinidad perseguida, amenazada. La amiga común que de mí algo esperaba me miraba seria y triste, como si nos estuviéramos despidiendo y fuera para siempre y en una estación oscura y abandonada. Le caían los párpados sobre sus ojos húmedos y una mano sobre su rodilla que quería estar sobre la mía y había más júbilo, me dijo, en tu cara de llamar al hotel y dar la orden que en la cara con que ahora me miras. Que la miraba, también me dijo, con cara de tren que se aleja en la distancia. Como el empresario que se enamoró perdidamente de Nijinsky, y del ballet ruso, me he enamorado yo de lo que me queda de vida. Con esta emoción y esta dulzura y los excesos, y no pienso renunciar ni a un instante ni ceder ni un milímetro. No hay otra manera que la que yo diga. O la que diga mi hija, que por haberla educado bien, es exactamente la mía. Mi mujer me acusa de manipularla, de convertirla en un yo en miniatura. «Es un mini tú», me reprocha indignada, y cuando María lo oye no puede aguantarse la risa. No es un «mini yo». Pero es mi hija, claro. Y esta noche iremos a ver lo nuevo de Woody Allen y luego a cenar a Via Veneto con mis amigos. De noche, en Via Veneto, una niña es una princesa y nunca será más princesa que en el centro de la conversación de su padre y sus amigos, todos pendientes de lo que ella dice y explicándole lo que no entiende y la vida que es maravillosa cuando estás con los mayores y son más inteligentes. El martes le dolía la cabeza, no tenía fiebre pero le dolía la cabeza y me llamaron del colegio y fui a buscarla y yo sabía que no era Covid, porque es mi hija y no lo que el colegio diga; yo sabía lo que le pasaba y esperé a que se durmiera, un poco de Dalsy, un poco de papi, un paño de agua fría en la frente, y el pediatra también sabía que no era Covid pero me dijo: «Mañana por prudencia que se quede en casa», y cuando al día siguiente le expliqué que Betty vendría a cuidarla porque yo tenía un almuerzo con Guillem, casualmente en Sushi, se metió inmediatamente en la bañera y al salir proclamó que nunca se había encontrado mejor, y que ya no le dolía nada, y no tenía fiebre, y nos fuimos los tres a comer a Sushi y antes pasamos por Naccari en Bori Fonestà y compramos una lata de cien gramos porque Guillem no había probado el caviar, y lo probó a cucharadas y María tomó un poco, y yo miraba como un empresario ruso profundamente enamorado a mis bailarinas. Sinceramente pienso que es más educado ofrecer caviar que ir a meterle palos por la nariz a la gente. Si probaran con el caviar se vaciarían los hospitales y se llenarían los restaurantes, y los que tuvieran que morirse, se morirán igualmente pero habiéndose llevado la vida por delante. ¿Cuándo dejamos de pensar que el caviar curaba? ¿Cuándo acudir a Sushi 99 dejó de ser nuestra terapia de choque contra cualquier emergencia? ¿Quién te enseñó a pedir ambulancias antes que Cristal? ¿Cuándo nos dejamos bloquear por el miedo y dejamos de confiar en la esperanza? Luego nos quejamos, pero es que claro. Yo no pretendo tener razón ni decirle a nadie lo que tiene que hacer, pero éste es mi amor y ésta es mi distancia y no me hace falta esperar a que la muerte me lleve para saber que ha sido todo muy divertido, y muy agradable. Sobre todo ahora que puedo dibujar el trazo sin tener ya que recorrerlo, éste es mi amor y ésta es mi distancia y para mí el caviar y los cuerpos, y las noches de hotel tendidas como un puente son ya en tercera persona: sin nostalgia y con igual deslumbramiento que cuando todo lo quería para mí y hoy me parece más emocionante vivir a través de lo que tú vives, de lo que tú tiemblas, de este otoño benigno y ya es octubre pero desde mi terraza veo que las vecinas del ático aún se bañan en la piscina y tienen invitadas y para secarse se desnudan, se tocan y ríen. Yo les hago el gesto de la ola con la mano, y a veces me devuelven el saludo, y también ríen, y vuelven a palparse con la excusa de la toalla y a veces es como si me lo dedicaran. Ya es octubre en Barcelona, y en mi vida. Ya sé a qué distancia quiero a las alegres muchachas que todavía se bañan en la piscina. Yo me salvé con los demás de mí mismo. Por eso mi muerte es mi amiga y hay tan pocos chantajes que en realidad puedan hacerme. Yo me salvé desbordándome, dejando de escuchar la canción tan pesada de mí mismo. Yo me salvé reservando habitaciones de hotel para mis amigos más jóvenes y durmiendo cada noche en mi casa, solo o con mi hija. Yo me salvé con mi hija, y una lata de caviar aunque sea aranés mide mejor que un termómetro la temperatura. Hay una temperatura moral, que es la única que importa. Una temperatura que se mide a cucharadas de caviar y yendo a cenar con los amigos de tu padre después de asistir al estreno de la última película de Woody Allen, normalmente para no estar de acuerdo con él en nada, pero es un digno contrincante y no me extraña, porque siempre supe que los socialistas son capaces de escribir frases elegantes. Ésta es mi fiebre y mi mujer me ha discutido esta mañana que la llevara, porque miedo a que viera «cosas que a su edad no tiene que ver». Llegamos tarde, ¿no crees, Anna? Pero es una genialidad que lo digas precisamente tú, que porque las protagonistas eran femeninas, celebraste la tontísima Frozen, una película en que los padres mueren a la primera curva y va sobre dos hermanas que una es una histérica que todo lo congela cuando pierde los nervios, y la otra una semipú que sólo le falta acostarse con el reno. Creedme los más jóvenes. Cuándo más bonito dibujéis el mundo, más absurdos serán los inconvenientes que os opondrán para desmoralizaros. ¿Por qué? No lo sé ni creo que jamás pueda entenderlo, pero se necesita más fuerza para sobrevivir a los dementores que a los inevitables accidentes de nuestras vidas imperfectas y trágicas y que es muy discutible que tengan algún sentido como no te empeñes en dárselo tú. Yo me salvé entendiendo que mi misión era repartir la esperanza y que si yo caigo, hasta Dios podría atragantarse con tantas derrotas que iban a acomulársele. Y escribo sobre lo que he escrito, y veo lo que nadie mira, y sé por dónde se sale, y por dónde se rompe la figurita, y aún cada uno de mis días tiene intención, propósito, provecho, sentido y cuando vuelvo a casa dando un paseo y compro una botella de agua y me hago el que bebe por no tener que llevar la mascarilla, pienso: ardes mejor en los demás que lo tú ardías, perdidamente enamorado, mis bailarinas.