Salvador Sostres - Todo irá bien
Arderás eternamente
Las escuelas de danza celebran a final de curso un espectáculo al que los padres asistimos como auténticos idiotas a celebrar los progresos de nuestras hijas
Barcelona tiene dos grandes escuelas de danza: la más artesanal, vocacional, artística, que es la de la gran bailarina y coreógrafa Coco Comín, y a poca distancia física, aunque a un abismo moral, la llamada Esther Bosch, un producto comercial que como tal ha funcionado muy bien. Mi hija empezó hace dos años en Coco Comín, con Júlia Ortínez como maestra. Además de ser una maravillosa bailarina, fue con Maria encantadora y muy dulce, de modo que al curso siguiente cualquier profesora le pareció mediocre, aunque no lo fuera del todo. Para mi disgusto y el de mi esposa, Maria dejó la danza.
Justo delante de casa, sólo cruzando la calle, está Esther Bosch y mi hija había oído hablar de ella y de sus bailes más modernos. Cuando en septiembre empezó el curso que ahora termina, quiso que la apuntara, cosa que naturalmente hice. Todo en Bosch era más nuevo, las instalaciones más radiantes y el merchandising de toda clase de ropas para el baile, muy bien cuidado. En Comín, una escuela más antigua, todo tenía un aire como de los viejos teatros de Londres que tanto gustan a su dueña, pero el vigor artístico, pedagógico y creativo, resplandecía como en los mejores musicales de su brillante trayectoria. Tuve enseguida clarísimo que habíamos perdido altura en el vuelo, pero la danza no estaba -estaba- entre los asuntos con que este padre quería entrar en conflicto con su niña.
Y bien, las escuelas de danza celebran a final de curso un espectáculo al que los padres asistimos como auténticos idiotas a celebrar los progresos de nuestras hijas. También hay niños, pero ya me entienden. El de Comín fue en el teatro Apolo -este año es en el teatro Victoria- y consistió en una muy elegantemente trazada historia del soul, con toda clase de números y de estilos. Se notaba la maestría de Coco en el argumento y en la coreografía, y sobre todo la calidad y la vocación de la escuela, y cómo las niñas habían sido educadas en el control de su cuerpo para poder crear belleza con su compostura y su movimiento.
El jueves, en el Palacio de Congresos de María Cristina, me tocó la función de fin de curso de Esther Bosch. Una humillante falsificación, sin ninguna gracia, de Alicia en el país de las maravillas, a la que además le cambiaron absurdamente el nombre por el de Matilda. Ya antes de empezar, se veía que iríamos mal. Los números, todos iguales salvo unas sevillanas, eran de una extrema vulgaridad. Movimientos sincopados y prepúbicos. Más que a controlar su cuerpo, les habían enseñado a ejercitarlo, y con la misma intención comercial de la escuela, sin ninguna voluntad de belleza. Me dio una mezcla de pena y asco ver a mi hija involucrada en todo aquello: no parecían bailarinas, ni siquiera niñas, sino más bien gogós de whiskería a punto de que un cliente les pusiera un billete de cien euros en el tanga.
Maria tenía que bailar en las dos funciones, pero tanto a ella como yo, con la primera tuvimos más que suficiente; mis padres, que habían adelantado el avión de Londres para llegar a tiempo para la segunda, aún creen que se perdieron algo, pero les cambié aquello por una cena y aunque no estoy seguro de que me entiendan, les ahorré un mal trago.
Estas cosas son importantes. Luego un día la niña se te viste según cómo, o te trae a casa según a quién y tú te preguntas, escandalizada, «¿pero cómo puede ser?». Pues yo te lo explico: Esther. Y como el mal hay que cortarlo de raíz, porque la mayor astucia del Diablo es hacernos creer que no existe, ya en el coche, aún en María Cristina, llamé a Coco Comín, pregunté si Júlia podía atender a Maria el curso que viene, y me dijeron que sí y que haría claqué; y desde aquel momento a la niña el claqué le apasiona. Es más, ahora en casa es verdadera devoción lo que hay por el claqué.
Especialmente en las niñas, el cuerpo les enseña el camino al alma. Por eso es tan importante que una madre elegante, serena y discreta les enseñe las pautas de la higiene física y moral. Coco Comín educa a las niñas para que sepan qué hacer de su fuerza y de su temperamento; y por lo tanto de su espíritu y de su lugar en el mundo. Esther Bosch sólo les muestra el provecho, como esas Navidades laicas que celebran una victoria que no se ha producido.
Armani se lo dijo a Versace: «Yo siempre he vestido a las señoras, y tú a las fulanas». Y más recientemente, el duque de Edimburgo se lo advirtió -sin éxito- a su nieto sobre Meghan Markle: «Uno sale con actrices, no se casa con ellas». Esto es exactamente lo que hay entre Comín y Bosch, entre la vocación y el exhibicionismo, entre conocer tu poder y malgastar tu fuerza, entre controlar tu cuerpo y convertirlo en un cajero automático de las pasiones más bajas.
El espectáculo de Esther Bosch acabó además con las niñas de todos los cursos en el escenario, cantando la funesta canción «Imagine», que es el mayor atentado contra el Occidente libre junto a las Torres Gemelas. Con lo que le has hecho a mi niña, Esther, más que imaginar que no hay Cielo, tendrías que suplicarlo, porque de haberlo, arderás eternamente.