Pablo Nuevo - Tribuna Abierta

A propósito de Gràcia

El catalanismo burgués haría bien en repasar la historia, que demuestra cómo el pacto con los radicales para acelerar transformaciones políticas termina llevando al poder a los radicales

La actualidad de Barcelona ha estado marcada, en esta última semana, por los altercados sucedidos en Gràcia. Como es sabido, grupos de radicales de extrema izquierda llevan varios días enfrentándose a la policía, destrozando el mobiliario urbano y haciendo imposible la vida normal a los vecinos del barrio.

Por desgracia, no es la primera vez que asistimos en Barcelona a hechos de esta naturaleza; habiéndose convertido Barcelona en la capital europea de los okupas y demás radicales de izquierda, cada cierto tiempo se producen en la ciudad condal estallidos de violencia de este tipo.

A diferencia de otros momentos, en esta ocasión los alborotadores cuentan con compañeros de viaje en el Ayuntamiento de Barcelona, disfrutando así de la comprensión y aun justificación de las autoridades locales; además, se trata de un movimiento que ha estado subvencionado por el nacionalismo teóricamente moderado y de carácter burgués. Es más, a raíz de este asunto ha salido a la luz cómo Convergencia, mientras estuvo al frente del Ayuntamiento, se dedicó a «compar» la paz social regando con dinero público a grupos antisistema, empezando por la plataforma de Ada Colau antes de que ésta diera el paso a la política.

A primera vista, parecería extraño que partidos teóricamente «de orden», que aspiran a ocupar la centralidad política, hayan consentido este crecimiento de los antisistema. Ahora bien, en el contexto del procés -que ha contaminado toda la vida política catalana- a mi entender es posible encontrar una lógica en este fenómeno. De entrada, es una consecuencia del desprecio a la cultura de la legalidad: si la voluntad está por encima de la ley, y la fuerza de la calle hace prescindibles los procedimientos jurídicos, ¿por qué aplicar este criterio únicamente a las cuestiones territoriales y no en relación con la propiedad y el orden público?; además, para el nacionalismo los antisistema no dejan de ser aliados naturales: si España representa la legalidad, para acabar con España hay que ir de la mano de los enemigos de la legalidad.

A este respecto, el catalanismo burgués haría bien en repasar la historia, que demuestra cómo el pacto con los radicales para acelerar transformaciones políticas termina llevando al poder a los radicales.

Ahora bien, no basta con señalar esto, ni es suficiente insistir en la importancia de la aplicación de la ley para mantener una sociedad ordenada y próspera. Es preciso una reflexión serena y rigurosa acerca de los motivos por los que movimientos radicales como los okupas gozan de tantas simpatías entre la sociedad catalana. No está en crisis únicamente la cultura de la legalidad, sino que en mi opinión el mal es más profundo, derivado de un incorrecto entendimiento de la neutralidad de los poderes públicos.

Es cierto que los poderes públicos deben servir al bien común (y, por tanto, no es lícito el adoctrinamiento ideológico desde el aparato estatal), por lo que en cierto modo deben ser neutrales en relación con la sociedad. Pero también corresponde a los poderes públicos valorar qué sujetos sociales mejoran el tejido social (generan externalidades positivas, podríamos decir); y como para la subsistencia de la sociedad no es lo mismo un tipo de vida que otra, desde el poder debe cuidarse a aquellos que permiten y hacen posible el desarrollo social: familias estables, emprendedores, instituciones del tercer sector, etc. Una cosa es no prohibir determinados comportamientos y otra -por una falsa neutralidad- renunciar a tratar adecuadamente a quienes hacen posible que nuestra sociedad siga adelante.

Y es que tan importante como la aplicación de la ley es acertar a reflejar en la ley qué modelo social es mejor para nuestra convivencia.

Pablo Nuevo es abogado y profesor de derecho constitucional de la Universitat Abat Oliba CEU.

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