Sergi Doria

Los procesos de Montjuïc

Siete años después del cierre del Museo Militar barcelonés el Castillo de Montjuïc debe ser, por fin, de todos los ciudadanos de la ciudad

Patio de armas del Castillo de Montjuïc, en una imagen de 2008 YOLANDA CARDO

El 28 de noviembre de 1896, Miguel de Unamuno se dirigió por carta al presidente Cánovas del Castillo, para que intercediera por Pere Corominas, uno de los 400 detenidos a raíz del atentado con bomba del 7 de junio de aquel año en la calle Cambios Nuevos. Los acusados contaron con el apoyo de la intelectualidad española: Gumersindo de Azcárate, Francisco Giner de los Ríos, Joaquín Costa… Unamuno colaboraba entonces en la revista Ciencia Social que dirigía Anselmo Lorenzo. El atentado provocó el cierre de la revista y Corominas fue acusado de propagar el anarquismo, junto a otros significados nombres de la acracia: Josep Llunas -director de «La Tramontana»-, Juan Montseny -progenitor de Federica Montseny-, Teresa Claramunt, Tarrida del Mármol...

«Sacrificar a Corominas, que es lo que suele decirse un anarquista platónico, por el natural deseo de servir a una opinión pública, que, tan justamente alarmada como grandemente extraviada, pide caiga algún ‘intelectual’, llevaría a un acto de escasa justicia y de menos caridad», argumentaba Unamuno. Los procesos de Montjuïc afectaron a 87 personas y se saldaron con cinco penas de muerte, prisión, destierros y libros-denuncia. La venganza anarquista no se hizo esperar: el 8 de agosto de 1897, Cánovas del Castillo fue asesinado por el italiano Michele Angiolillo.

La exposición sobre los procesos de Montjuïc, como lo fue la dedicada a las piedras de la montaña que levantaron Barcelona, son dos iniciativas de la nueva etapa del castillo: ahora cuenta con un espacio permanente de cuatro salas con el que se quiere ilustrar la relación de la fortaleza con la ciudad.

A siete años de la clausura del Museo Militar, con la dispersión de más de 6.500 piezas –casi 1.000 de alto valor patrimonial–, resuena todavía la frase lapidaria del entonces alcalde Jordi Hereu rubricando una decisión tan cargada de ideología como escasa de argumentos: «El museo deriva de lo que deriva y por tanto se cierra». Chocó con las opiniones de expertos como Ramon Folch y Gabriel Cardona. Incluso Jaume Sobrequés calificó el cierre de «sarampión demagógico y empobrecedor para el patrimonio histórico catalán».

Cerrar el Museo Militar fue una consecuencia de la necesidad coyuntural del PSC de contar con el apoyo de Iniciativa en el consistorio. Una desdichada decisión enmarcada en la boba Alianza de Civilizaciones que patrocinaba Zapatero con el apoyo del «demócrata» –nunca las comillas fueron tan pertinentes– Recep Tayyip Erdogan.

A diferencia de Edimburgo o Londres, Barcelona despreció su museo militar como si la guerra no existiese. Bienvenidas sean las exposiciones, pero habría sido mejor modernizar el Museo Militar desde el rigor histórico y sin el cerrilismo antimilitarista de algunos municipios catalanes.

Está bien que el castillo recuerde el bombardeo de Espartero, la ejecución de Ferrer Guardia y los procesos de Montjuïc, pero que no se olvide las 250 ejecuciones de presos «facciosos» entre 1936 y 1939. El 11 de agosto de 1938, más de 60 fusilados en el foso de Santa Elena. Que el castillo, por fin, sea de todos los barceloneses.

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