José Rosiñol - Tribuna Abierta

Posverdad y nacionalismo

Su problema no radica en que utilicen la mentira, inviertan la realidad o doten de moral lo inmoral; está en la actitud del individuo ante lo difamatorio

Parece que hayamos descubierto la piedra filosofal. Vivimos en una era en la que nos gusta retiquetar conceptos para darles una pátina de novedad. Naturalmente, podríamos hacer un paralelismo con Platón y cómo interpretaba el arte. Lo veía como la imitación de la imitación del mundo de las ideas. En este caso es obviar lo obvio, no darse cuenta de que detrás de la posverdad solo aparece algo tan autoevidente que da hasta vergüenza decirlo: la mentira.

Pero, bien es cierto, es un tipo de mentira especial. En este caso es una mentira que no solo es política e intencional, es un recurso performativo que trata de construir marcos mentales reducidos, estrechos, relegados. Pero, ¿es esto una novedad en sí mismo? No hace falta bucear excesivamente en la historia para encontrar una miríada de casos en los que la manipulación de la sociedades era la herramienta fundamental de la política, desde las tiranías de las polis griegas, pasando por la descomposición de la república romana, hasta elementos más contemporáneos en los que los populismos de entreguerras hicieron gala del cinismo y la perversión de la realidad para obtener réditos políticos.

Sin embargo, ahora, en un momento en el que la información es tan accesible como ingente, cuando cualquier ciudadano podría estar informado de su propia realidad, cuando están a su alcance herramientas fundamentales para poder ejercer su ciudadanía, ahora es cuando más se suma al acriticismo social e individual. Parece que la renuncia al espíritu crítico y la tendencia a la infantilización son las señas de nuestro mundo.

Porque, básicamente, el problema del populismo o el nacionalismo actuales no radica en que utilicen la mentira, inviertan la realidad o doten de moral lo inmoral; el problema está en la actitud del individuo ante lo difamatorio, no nos encontramos ante una maquinaria orwelliana de propaganda unívoca y de coerción, estamos ante el hedonismo de la lisonja, de la comodidad en la prenoción, ante los cantos de sirena que nos sirven de soma para huir de nuestras propias responsabilidades como ciudadanos.

Nos enfrentamos a sociedades abierta cuyos límites físicos y morales se han desdibujado, aferrándonos al territorio de lo dogmatizado, pero un dogma vulgarizado, reducido a soflama. Si reparamos en ello, de los restos de los metarrelatos que derivaron en el último conflicto bélico mundial y en la extinta utopía comunista, ha surgido una nueva forma de ideología que solo busca la reacción emocional de lo conocido y el realismo mágico, nada más y nada menos.

Si controlas el relato emocional podrás revestirlo de disfraces racionales y ejercer un control social pocas veces visto desde la era del desencantamiento weberiano. Es la sutil amputación de las libertades negativas. Todo ello para vivir en la ataraxia del convencido, del iniciado, si para alcanzar dicho estado debemos renunciar a nuestra propia individualidad para camuflarnos en el magma de lo tribal, no importa, hágase, pues ya sabré casi todo de antemano porque habré interiorizado como un mantra todos los eslóganes, las patrañas, las calumnias…

Por ello, tras la paradoja de hiperinformación/hiporesponsabilidad, se esconden fenómenos muy cercanos a nosotros como es el nacionalismo en Cataluña, una masa que cree acríticamente en sus adulaciones porque básicamente les ofrece comodidad, porque es más fácil creer que comprender, porque es mejor delegar que investigar, porque preferimos estar en marcos mentales y discursivos reducidos (Marc Augé) a enfrentarnos a una realidad difusa que podemos construir, pero hacerlo desde la racionalidad y el humanismo o desde la irracionalidad simbólica, ello únicamente depende de la actitud de cada uno de nosotros, y eso, a veces, asusta.

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