Daniel Tercero - Dazibao
Pedro Sánchez, un jacobino federal
«El desarrollo autonómico debe terminarse. Esta crisis dura diez años y probablemente se prolongue mucho más», asegura en su libro el presidente
Las 309 páginas del vademécum que firma el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, se pueden resumir, básicamente, en dos tuits: me quiero mucho (os lo digo y me lo dicen) y estoy en política para salvar a España, primero, y a Europa, después. Manual de resistencia (Península, 2019) pasará a la historia por ser una obra de memorias -ni cinco años de política de alto nivel- de un presidente del Gobierno publicada durante su mandato -nueve meses- y cuyo autor confiesa que, en realidad, quien le dio a las teclas del ordenador no fue él sino Irene Lozano, la exdiputada de UPyD y del PSOE, ahora secretaria de Estado de la España Global, «fruto de largas horas de conversación». Es un decálogo de su pensamiento más que un resumen de sus acciones.
Sobre la forma y el fondo de la obra, y las primeras reacciones en el PSOE, ya han escrito en páginas de este diario el director adjunto Luis Ventoso y el corresponsal con los socialistas, Víctor Ruiz de Almirón; ayer, Sergi Doria resumió el egodocumento; sobre las conversaciones con el Rey, reveladas en un reguero de páginas, dio su opinión Tom Burns Marañón (en Expansión) y Marisa Cruz (en El Mundo) y Almudena Martínez-Fonés (en ABC) las contextualizaron; y en defensa de la socialdemocracia del escribiente/hablante, Joaquín Estefanía (en El País) dejó su impronta. Sánchez da estopa, sin contemplaciones, al PSOE que heredó, a los barones territoriales y al llamado aparato que le maniataron y expulsaron como secretario general entre 2014 y 2016. Se despacha a gusto con Mariano Rajoy, Albert Rivera y Pablo Iglesias. Pasa cuentas con los medios de comunicación (sin citar uno) y con los líderes económicos (sin nombrarlos). «Es un yo, me, mí, conmigo. Explica cosas que no pasaron como él las relata. Creo que se ha endiosado. Lo de cobrar de un grupo editorial cuando ocupas La Moncloa, solo te puede traer problemas», asegura una persona que trabajó con el Sánchez anterior al Sánchez presidente.
Al margen del fondo intelectual de esta obra -es evidente que no es Félix Ovejero-, lo que descubren las 309 páginas (colchón, Sálvame, San Juan de la Cruz y llamada de Susana Díaz a Alfredo Pérez Rubalcaba mediante) es que el líder del PSOE y presidente del Gobierno es un jacobino federal o jacobino posmoderno. Tal cual, una contradicción acorde con los tiempos. Un jacobino clásico hecho al mundo del siglo XXI. Es decir, un jacobino que antepone el poder, llegar a él y mantenerse, a cualquier otro aspecto dogmático. Un federalista (¡y no uno cualquiera!) que admite y lo deja por escrito que el federalismo es unir y no separar (página 308): «Cuando hablamos de la España autonómica y planteamos el federalismo, aquí mucha gente, por nuestra historia, lo asocia a disgregación. Sin embargo, cuando se habla de federalismo europeo resulta ser todo lo contrario: es integrador. Hemos de hacer mucha pedagogía para que se entiendan las reformas, los conceptos, y fluya ese proceso político». Podría empezar por explicarlo en Cataluña.
Sánchez tiene clara esta teoría (jacobino federal) y en el PSOE la puso en práctica tras recuperar su liderazgo (2017), algo que no pudo hacer en su primera etapa por culpa de los barones, que tenían un gran poder real de desestabilización. «Durante mucho tiempo hemos tenido direcciones territoriales que han condicionado demasiado al secretario general nacional. Hoy tenemos una dirección federal, que consulta, coordina y coopera con los territorios (...). Pero otra cosa muy distinta es tener una ejecutiva federal hecha al dictado de las direcciones territoriales, porque eso dificulta ofrecer un proyecto de país. Esa debilidad del secretario general resulta nociva para España. (...) Con tanto peso territorial, había desdibujado nuestro proyecto nacional y nos había llevado a tener a menudo una visión parcial del proyecto de país. No solo el PSOE necesitaba fortalecer la dirección federal. España también necesitaba que lo hiciéramos» (183 y 184).
Un federalismo que el jacobino Sánchez descubre en un aspecto tan simbólico como es la bandera de España: «El error de la izquierda española es no haber lucido esos símbolos -la bandera y los símbolos constitucionales- como sí lo ha hecho la derecha. (...) Los candidatos socialistas sí presentan sus candidaturas luciendo las banderas de sus autonomías. (...) Como líder de izquierdas sí me creí en la obligación de lucir nuestra bandera constitucional» (102). O también -otro símbolo- una estructura de Gobierno: los Ministerios de Sanidad, Educación, Industria y Cultura son «una seña de identidad de los gobiernos socialistas, pues, por más que las CC.AA. tengan competencias muy amplias en estas materias, siempre tiene que haber políticas de Estado que favorezcan la igualdad de los españoles y la aplicación de políticas sociales» (155).
Con estos mimbres, el presidente del Gobierno entra de lleno en el asunto nacionalista o, lo que es lo mismo, en defender la aplicación del artículo 155 («el Estado actuó de manera inteligente»), a cuyos líderes secesionistas envía un mensaje claro, diáfano y, por qué no, catalán: «Conocen el marco legal, son conscientes de que hablar de cualquier idea es absolutamente legítimo en nuestro sistema. Pero no pueden cometer delitos, como no lo puede hacer ningún ciudadano en un sistema en el que nadie está por encima de la ley. (...) Cuando la vía judicial comienza tiene su propia lógica, que no es política» (271 y 275).
Pero todo esto no es más que blablá. El jacobino federal que Sánchez lleva dentro exhibe sus mejores cartas cuando, para dar por fin con la fórmula que resuelva los males de los nacionalismos, defiende, entre otras medidas, «trasladar ciertas instituciones a distintos puntos de España. ¿Por qué no hacer un planteamiento de descentralizar instituciones que representan al Estado?» (295), para acto seguido recordar que: «El Estado tiene facultades de armonización legal que no ha utilizado. Tampoco hay que inventar la rueda, sino utilizar los mecanismos que ya existen. La España autonómica exige sobre todo lealtad y es evidente que el independentismo no ha sido leal. (...) El desarrollo autonómico debe terminarse, hay que hablar de mecanismos autonómicos reforzados de cooperación y de lealtad, entre otras cosas. (...) Esta crisis por el momento dura diez años y probablemente se prolongue mucho más» (296). El reto pasa por una reforma constitucional. En Alemania «lo están haciendo» (307). Hasta aquí la teoría. De la práctica, si eso, después del 28 de abril. En resumen, un Azaña cualquiera (65).