Pablo Nuevo - Tribuna Abierta

Para desactivar el independentismo estratégico

La única alternativa pasa porque pasen a la ofensiva quienes desean (deseamos) la continuidad de España

Para resolver el mal llamado “problema catalán”, cada cierto tiempo se proponen (muchas veces por gente que no vive en Cataluña) reformas dirigidas a desactivar el llamado independentismo estratégico, es decir, el que estaría formado por aquellos catalanes que sin querer realmente la indepedencia apoyan la acción política separatista con la esperanza de que “Madrid” acepte una agenda de reformas que sean favorables a sus intereses.

El análisis es, en teoría, impecable. Como muestran las encuestas del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat únicamente un porcentaje relativamente bajo de los independentistas lo son de verdad. Este porcentaje, que se puede cifrar entre un 15 y un 25% de la población de Cataluña es la que asume el independentismo como consecuencia lógica de su nacionalismo. El resto de los que en teoría pretenden la secesión de Cataluña en realidad lo hacen como forma de expresar su desafección con las instituciones y con el objetivo de que el Estado realice una oferta para mejorar el “encaje” de Cataluña en España. Y aunque no siempre se diga, esa oferta pasa por un aumento de recursos para Cataluña (aunque en realidad sea para el Gobierno autonómico de turno y aquellos que pueden, de un modo u otro, enchufarse al presupuesto). De manera que, sostienen estos bienintencionados arbitristas, una mejora de la financiación y un blindaje de competencias serviría para desactivar una parte sustancial del apoyo social del separatismo, con la consecuencia lógica de rematar por fin el dichoso procés.

Sin embargo, me parece que este análisis -que por cierto coincide con la política de cesión permanente iniciada en la transición- no serviría para resolver el problema.

En primer lugar, porque la dialéctica no tiene lugar con “Madrid”, sino con el resto de españoles. Acometer reformas institucionales que en la práctica determinen que el Estado tenga menos capacidad y recursos para servir al conjunto de los españoles no creo que sea un ejemplo de prudencia política: no hace falta ser muy agudo para percibir que debilitar el proyecto común no es la mejor estrategia para que ese porcentaje de catalanes vuelva a tener afecto a dicho proyecto común.

En segundo término, porque vendría a consolidar, por exitosa, la dinámica impulsada por quienes son auténticamente independentistas. Como para el verdadero nacionalismo el único futuro para Cataluña pasa por convertirse en un Estado, ya encontrarían nuevos agravios (de nuevo, reales o supuestos) que debidamente propagados por los medios controlados por la Generalitat volvería a generar un nuevo fenómeno de independentismo estratégico, que a su vez exigiría nuevas cesiones para desactivarlo, y así hasta la definitiva separación de Cataluña del resto de España.

Debe tenerse en cuenta, además, que cuando el adversario vive instalado en la permanente deslealtad institucional toda cesión es percibida como la confirmación del agravio y no como un intento de resolver problemas concretos.

No obstante, sí me parece que hay margen para acometer reformas y tratar de recuperar para el proyecto común a muchos catalanes, apoyen o no en estos momentos el procés. Desde el Gobierno pueden aprobarse medidas avanzar en la auténtica descentralización, aquella que pasa por devolver el poder -y el control sobre sus vidas- a los ciudadanos. Por seguir con lo que proponen muchos defensores de la tercera vía: es posible avanzar en un pacto fiscal y en un blindaje de la lengua en la enseñanza.

Un pacto fiscal que implique una bajada generalizada de impuestos implicaría, necesariamente, un descenso en el déficit fiscal (en el supuesto de que exista), pudiendo los catalanes reales (como el resto de españoles) gestionar su propio dinero mejor que cualquier Administración. Lo mismo cabe decir de las cuestiones lingüísticas, sobre todo en la enseñanza. Podemos concluir que desde Madrid no debe decidirse la lengua que debe emplearse en las escuelas catalanas; pero tampoco parece que eso deba ser decidido desde la Conselleria d’Ensenyament. Ahora que parece que la aritmética parlamentaria va a obligar a modificar la LOMCE, podría cambiarse el modelo para que sea cada escuela -en definitiva, los padres- quienes decidan el proyecto lingüístico y pedagógico del centro. Iniciativa no ensayada hasta ahora que constituye un verdadero ejemplo de “empoderamiento” de los catalanes, y no de dejarles completamente a merced de los políticos de turno.

Como es lógico estas propuestas pueden perfectamente ser objeto de debate y crítica, pero no lo que significan. Pues si se quiere desactivar el independentismo (táctico o no) la única alternativa pasa porque pasen a la ofensiva quienes desean (deseamos) la continuidad de España. Porque más allá de debatir reformas o estrategias, el problema no desaparecerá hasta que el nacionalismo sea desalojado, por la fuerza de las urnas, del Palau de la Generalitat.

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