Crónicas pandémicas
Otras epidemias, idéntico ser humano
«En agosto de 1821 el bergantín Gran Turco atracó en Barcelona procedente de La Habana. Además de mercancías ultramarinas, transportaba la fiebre amarilla»

Cada epidemia reedita comportamientos humanos similares: minimización del virus, identificación de su letalidad, polémica por la cuarentena, psicosis del contagio, rechaza a los contagiados y reconocimiento de la muerte.
En agosto de 1821 el bergantín Gran Turco atracó en Barcelona procedente de La Habana. Además de mercancías ultramarinas, transportaba la fiebre amarilla.
Provocada por la picadura del mosquito aedes aegypti, esta infección viral de origen africano se propagó en Sudamérica a raíz del tráfico de esclavos. A las veinticuatro horas de la llegada del Gran Turco, cayeron las primeras víctimas de lo que la Junta de Sanidad calificó de «sospechosa enfermedad»: dos napolitanos, una mujer de Sant Feliu de Guíxols y un vecino de Mahón.
La sintomatología cursaba con «vómitos atrabiliares» y «cardialgia». La primera medida gubernativa -establecer un cordón sanitario en el puerto y la Barceloneta- dividió las opiniones. Una polémica que se reproduce en cada episodio epidemiológico, incluida la actual crisis del coronavirus…
«Algunos facultativos estimaron que la mortal enfermedad no era contagiosa y, por tanto, creyeron innecesario alarmar a la población; otros, al contrario, sostuvieron la opinión de la existencia de contagio y necesidad urgente de aislar el posible foco infeccioso. Los últimos fueron tildados de alarmistas», explica la historiadora María Dolores Gaspar García.
El cierre portuario y el lazareto para los infecciosos se reveló insuficiente. El virus avanzaba gracias a las altas temperaturas. Muchos familiares que vivían en otros barrios de la ciudad acogían a sus parientes enfermos pese al riesgo de ser sancionados con seis libras.
No fue hasta mediados de septiembre cuando la Junta de Sanidad bautizó la «sospechosa enfermedad» como «fiebre amarilla». El cordón sanitario se extendió a toda Barcelona: las autoridades judiciales y políticas se trasladaron a Vic (Real Audiencia) y San Feliu de Llobregat (Oficina del Correo).
El fracaso del tratamiento con quina, recetada como antifebril, desató el pánico en una ciudad donde escaseaban los sacerdotes para dar a Extremaunción; los enterradores no daban abasto y, según documentos de la época, notarios y escribanos «faltaban a la obligación de tomar los testamentos a cualquiera enfermo que los llamare».
En octubre la fiebre amarilla sumaba ochocientos muertos con una progresión de doscientos diarios. El pavor a la muerte empujaba a muchos vecinos a cuestionar las órdenes gubernativas y a burlar el aislamiento de la capital: «Los barceloneses vivían sometidos a un estado de terror generalizado y llegaron a desconfiar de la Junta de Sanidad, y de las medidas que esta había adoptado en la lucha contra la fiebre amarilla», apunta Gaspar.
El recibimiento en los pueblos de la comarca, temerosos de que quienes huían de Barcelona les contagiaran la fiebre amarilla, era hostil: «Crecía el terror y aumentaba la intolerancia de las poblaciones vecinas, que se negaban a toda suerte de comunicaciones con la ciudad apestada y se hacía cada día más difícil el aprovisionamiento de sus mercados», recuerda el cronista José Coroleu en sus «Memorias de un menestral de Barcelona».
La cuarentena se prolongó hasta la Nochebuena de 1821, con un claro descenso de contagios a partir de noviembre. El día de Navidad se celebraba el fin de aquella epidemia que arrojó entre nueve y trece mil muertes sobre un censo total de ochenta mil habitantes.
Cuando el coronavirus se bata en retirada, rindamos una visita al cementerio de Pueblo Nuevo: un monumento neoclásico recuerda los muertos de hace dos siglos… «En el año 1821 apareció en esta ciudad de Barcelona una enfermedad cruel calificada de fiebre amarilla que arrebató la existencia a muchos millares de habitantes. Sus restos se depositaron en este Campo Santo. Orad por sus almas».