Crónicas pandémicas
Las manos limpias de Semmelweis
«Cuando se haga la Historia de los errores humanos provocará asombro que hombres tan competentes, tan especializados, pudiesen, en su propia ciencia, ser tan ciegos, tan estúpidos»
Mejor lavarse las manos que llevar guantes aconsejan los sanitarios. Si llevamos los mismos guantes todo el santo día se adhieren los virus al látex: el remedio acaba siendo peor que la enfermedad .
Lavarse las manos no siempre tuvo buena prensa. En el Evangelio de Mateo, Poncio Pilato desiste de su defensa de Cristo lavándose las manos: «Viendo que nada adelantaba, sino que más bien promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis».
Aunque suene inaudito, la higiene y la asepsia no figuraron en los protocolos facultativos hasta avanzado el siglo XIX . En su tesis doctoral de 1924, Louis Ferdinand Céline (pseudónimo de Louis Ferdinand Destouches) reivindicó la olvidada figura de Ignaz Philipp Semmelweis (1818-1865), el médico húngaro que frenó la elevada mortandad de las mujeres a causa de la fiebre puerperal en la clínica vienesa donde trabajaba: en torno a un 30 por ciento del total de los partos en mayo de 1847.
La falta de asepsia de facultativos y estudiantes, que pasaban de diseccionar un cadáver a atender a una parturienta, dejaba partículas cadavéricas en sus manos que favorecían la infección puerperal; pero no solo eso, aún sin previa manipulación de cadáveres, Semmelweis determina que el simple contacto con las manos es infeccioso .
Pese al escepticismo de otros médicos, que no admiten que algo tan elemental como lavarse las manos sea un remedio contra la fiebre puerperal, Semmelweis prepara una solución de cloruro cálcico para garantizar la desinfección de manos, jofainas e instrumental quirúrgico. El resultado es espectacular: en junio de 1847, la mortalidad en la Maternidad de Viena se reduce al 0,23 por ciento.
En lugar de valorar su hallazgo, sus colegas desatan una campaña de maledicencias. A Semmelweis le defiende su maestro, el doctor Skoda. Otro de sus profesores, Von Hébra, lamenta la burlona indiferencia hacia su discípulo: «Cuando se haga la Historia de los errores humanos provocará asombro que hombres tan competentes, tan especializados, pudiesen, en su propia ciencia, ser tan ciegos, tan estúpidos».
Céline describe el calvario de Semmelweis: «Arrebatado, sensible hasta el exceso a las bromas sin importancia que le gastaban otros estudiantes a costa de su muy pronunciado acento húngaro, se cree perseguido, se coloca al borde de la obsesión… Desencadenadas, todas las envidias, todas las vanidades, circulan libremente. El personal del hospital y los estudiantes después, declaran encontrase cansados de esos lavatorios malsanos con cloruro cálcico a los que juzgan inútil someterse en el futuro».
Destituido en 1849, Semmelweis caerá en el ostracismo. En su Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal (1861), lamenta la hostilidad de la burocracia académica: «En la mayoría de las clases de medicina continúan abordando la fiebre puerperal epidémica con referencias contra mis teorías… La literatura médica en los últimos 12 años continúa pletórica de informes sobre epidemias de fiebre puerperal, y en 1854 en Viena, donde nació mi teoría, 400 parturientas murieron de fiebre puerperal. En los textos de medicina mis enseñanzas son ignoradas o atacadas. La facultad de medicina de Wurzburgo concedió un premio a una monografía escrita en 1859, en la que mis teorías eran rechazadas».
Semmelweis acabó sus días en un manicomio. Su muerte constituye una siniestra paradoja: a causa de una paliza de sus guardianes, la herida infectada de un dedo degeneró en gangrena fatal .
Después de su muerte, Pasteur validaría las teorías del médico húngaro… «Nada se da gratis en este bajo mundo. Todo se expía; el bien, como el mal, tarde o temprano se paga. El bien, forzosamente resulta mucho más caro », concluirá Céline.
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