Levántate y baila: la música vuelve a Barcelona con el primer concierto con público

Clarence Bekker actúa ante 30 personas en el Jamboree después de casi tres meses de apagón

Clarence Bekker, durante su actuación en el Jamboree Pep Dalmau

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Un, dos tres y… ¡conga! Ah, no. Un momento. Que es una cola normal y corriente, una cola de las de toda la vida. O de las de toda la vida hasta que hace tres meses alguien le dio la vuelta al calcetín y, flop, lo normal pasó a ser una rareza excepcional. Una excentricidad. De ahí la confusión, claro. Una cola. ¡Y delante de una sala de conciertos! Qué cosas. En los últimos dos meses y medio no se había visto nada parecido, por lo que toparse con una cola, aunque sea de periodistas arremolinados en una suerte de agujero negro informativo, es un acontecimiento.

Porque en las últimas semanas han ido cayendo, como en un siniestro dominó, conciertos y festivales, pero aquí estamos, en esta suerte de aldea gala en que se ha convertido la plaza Reial de Barcelona, recuperando viejas sensaciones e incluso dando palmas (sí, palmas), otra de esas cosas que solíamos hacer antes de marzo de 2020. Aquí estamos, en fin, en el Jamboree, en el primer concierto de la era post-covid, una temeridad empresarial a ritmo de poderoso soul y funk con la que la sala reabrió ayer para la música en directo con un doble pase de Clarence Bekker.

Dos asistentes en las puertas del Jamboree Pep Dalmau

Una suerte de prueba piloto que se repetirá en los próximos días y que, con un aforo reducido a 30 personas, distancias de seguridad entre el público y mascarillas encima y debajo del escenario, arroja alguna pista sobre cómo podrían ser los conciertos en un futuro inmediato. Y por más que a estas alturas cualquier cosa con un mínimo de ritmo suene a gloria bendita, está claro que ese futuro no pinta demasiado halagüeño.

Ver a los músicos luciendo mascarillas corporativas de color negro ya es una prueba de cómo de raro se ha vuelto todo, pero hay más. Mucho más. Las barras, sin ir más lejos, están cerradas a cal y canto. Ni agua, ni cerveza ni camareros. «Abro perdiendo dinero. Ni una copa puedo servir», subraya el propietario del local, Joan Mas, que ha podido subir la persiana con lo mínimo. A saber: él y sus hijos ocupándose de casi todo. «Lo único que me sabe mal es que parece que el sector se normalice, y no es verdad. He abierto porque los músicos, el personal y los clientes están con una ilusión enorme» explica. El negocio, añade, ni está ni se le espera. «La desinfección del local ya me ha costado más que lo que pueda sacar», subraya.

Sobre el escenario, Bekker, el único que no lleva mascarilla por motivos obvios (que alguien prueba a cantar medio amordazado el «Hallelujah», de Leonard Cohen, dedicado anoche a las víctimas), es una sonrisa permanente, el vivo reflejo de la descompresión tras once semanas de encierro, pero hay algo que sigue sin cuadrar. Porque la banda ataca con ganas «Land Of The 1.000 Dances» y Clarence calca el bufido huracanado de Wilson Pickett, sí, pero nadie baila.

El público, al que podrías llegar a conocer por su nombre de pila sin demasiado esfuerzo, permanece sentado en todo momento, siguiendo el ritmo con discreción y, en el mejor de los casos, meneando el trasero sin levantarlo demasiado de la silla ni moverse de su baldosa. ¿Mashed potato? ¿El watusi? Nada. Ni un caderazo. «El baile es un pecado mortal ahora mismo», apunta Mas. Eso sí: en cuanto anuncia que la noche está a punto de acabar y suena «Maniac», las 30 personas que han pasado por taquilla salen eyectadas de sus asientos y algo, un poco, sí que bailan. Y el que no baila hace así y asá con la cabeza como si estuviese a punto de arrancarse con un paso memorable. ¿Milagro en el Jamboree?. «La vida, como el jazz, es mejor cuando se improvisa», recuerda Mas.

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