Pablo Nuevo - Tribuna abierta
Legalidad o despotismo
Ante tamaña deslealtad, y para asegurar el interés general y los derechos de quienes viven en Cataluña, el Estado debería actuar
Después de tres meses de desconcierto, finalmente el Parlamento de Cataluña ha investido un Presidente de la Generalidad. Ciertamente ha sido algo chocante: el número 4 de la lista de Barcelona ha decidido que se invista al número 3 de la lista de Gerona, garantizando la estabilidad del futuro Gobierno por medio de la «incorporación a la dinámica política de apoyo al ejecutivo» de dos diputados de la lista de la CUP, purgando además a los diputados cuperos críticos con el acuerdo. Como los plazos estaban agotados, la investidura ha tenido que ser en primera votación por mayoría absoluta, como exige el Estatuto.
Dicho lo anterior, a nadie se le oculta que no estamos en una situación de normalidad, pues Carles Puigdemont accede a la presidencia de la Generalidad con el propósito de avanzar en el proyecto separatista. Para este proyecto cuenta con los 62 diputados de Junts pel Sí, los 2 prestados de la CUP y, si el viaje a Ítaca termina en Cuba o Venezuela, los 8 cuperos restantes. Es decir, un máximo de 72 diputados.
Con todo, esta cifra no alcanza a la que exige el propio Estatuto para elaborar una ley electoral catalana o para reformar el propio Estatuto. Esto implica no sólo de una falta absoluta de legitimidad (menos de la mitad de los votantes, un número de diputados inferior a los que exige el Estatuto para adoptar decisiones de especial relevancia), sino que nos introduce en una de las paradojas del proceso: en aplicación de una ley electoral española, un 48% de los votos queda traducido en mayoría absoluta parlamentaria, y en aplicación del ordenamiento vigente, el poder público queda en manos de quienes quieren demoler el sistema constitucional.
Y es que desde el momento en que toma posesión de su cargo, el Presidente pasa a tener la más alta representación de la Generalidad y dirigir la acción del Gobierno autonómico, disponiendo para ello de las competencias y potestades que le atribuye el ordenamiento. Así, deriva sus poderes del sistema que desprecia y pretende destruir, y para ello hace una aplicación selectiva de las normas. El Estatuto es intocable en lo que hace a la configuración del Parlamento y atribución de poderes al Presidente de la Generalidad, pero papel mojado cuando señala límites a ese poder.
Ante tamaña deslealtad, y para asegurar el interés general y los derechos de quienes viven en Cataluña, el Estado debería actuar y hacer ver que el Estatuto debe cumplirse en su integridad o desaparece, y con él la autonomía. De lo contrario, si acepta que la política catalana se asiente sobre la manipulación del Derecho, entraremos en el dominio de la arbitrariedad.
Pablo Nuevo es abogado y profesor de Derecho Constitucional.