Joan López - Bulevar

Ada Colau contra Pasqual Maragall

Con la victoria de Colau, Barcelona se revolvió contra sí misma, renegó de su pasado transformador y entusiasta reciente, y decidió entrar en un proceso de autodestrucción

Agentes de la Guardia Urbana, el viernes por la noche, durante los altercados en plaza España Adrián Quiroga

Joan López

Barcelona en los 80 de la mano de Maragall; Valencia en los 90 con Rita Barberá; Bilbao a principios del siglo XXI con Iñaki Azkuna; la Málaga de Paco de la Torre... Son ciudades que han experimentado una transformación magnífica que ha tenido como resultado la creación de empresas, retenido talento y atraído inversiones. Estas ciudades contaron con alcaldes de diversas ideologías (PP, PSOE, PNV) cuyo denominador común fue la conversión de sus ciudades en un decorado donde se podía prosperar y creer en un futuro mejor.

Lo de Madrid es distinto. Su transformación, crecimiento y creación de marco de oportunidades es un proceso largo que Carmena no revirtió, sólo ralentizó, y que hoy sigue adelante gracias al acierto de las administraciones locales y autonómicas. También por las facilidades que ponen sus adversarios, en especial Barcelona, empeñada en un proceso de autodestrucción del que son responsables el Ayuntamiento y la Generalitat, agentes activos de dicho proceso autodestructivo; el Gobierno de España como cómplice; y las organizaciones sociales. Estas últimas, por la lenta y tardía reacción que están teniendo frente a la evidencia de que la capital catalana se está convirtiendo en un lugar hostil para los que viven en ella y poco atractivo como foco de creación de riqueza.

Con la victoria de Colau, Barcelona se revolvió contra sí misma, renegó de su pasado transformador y entusiasta reciente y decidió entrar en un proceso de autodestrucción. De forma incomprensible, Barcelona se ha mostrado satisfecha de sí misma mientras ardían autobuses turísticos, se atacaba a empresas de cruceros, se perseguía a restauradores o se organizaban desde el mismo despacho de alcaldía manifestaciones antimonárquicas o contra la Policía Nacional que terminaban en disturbios que se justificaban e incluso aplaudían desde esas mismas terminales de poder.

Datos oficiales indican que en Barcelona viven 130.000 jóvenes entre 15 y 24 años, algo que, vistas las cifras de afluencia a los botellones de la Mercè, permite concluir que aproximadamente entre el 40% y 50% de jóvenes de la ciudad han participado en un macrobotellón durante las fiestas de la ciudad. No todos estos jóvenes son macarras, violentos, acosadores, alcohólicos, ni mucho menos, pero sí que todos ellos llevan mucho tiempo escuchando cómo políticos de izquierdas y nacionalistas justifican la quema de contenedores en nombre de la libertad de Pablo Hasel o minimizan las consecuencias del asalto de sedes de partidos políticos. Tampoco se enteran del vandalismo de los CDR porque, sencillamente, en los medios de comunicación públicos o subvencionados no se informa de dicho vandalismo y ven en cambio cómo se organizan homenajes a sujetos y sujetas que han sido detenidos o investigados por presunta pertenencia a banda terrorista. Por cierto, llama mucho la atención que cuando se habla de aquellos que provocan disturbios, roban o prenden fuego a un coche de la policía, los políticos de izquierdas y nacionalistas dejan de usar el llamado lenguaje inclusivo.

Lo que sucede en Barcelona es el resultado de un cóctel letal de consecuencias funestas y previsibles. La persecución a las empresas de ocio y restauración ha llegado a su zenit durante la pandemia. La obsesión enfermiza del Ayuntamiento de Barcelona contra locales de hostelería y discotecas ha tenido, con la excusa de la pandemia, un marco incomparable para poder triturar a un sector y dejar a miles de jóvenes sin opciones de ocio y a otros tantos sin empleo. Además, la burocracia sólo justificada por la burocracia, estúpida e ineficaz, ha encarecido los costes para estas empresas, con precios de alquileres desorbitados, costes de habilitación de espacios inasumibles e inspecciones persecutorias con sanciones constantes que han desincentivando a un sector importantísimo para la vida económica y social de Barcelona.

Junto a la cruzada calvinista de la izquierda contra el sector del ocio, por ser privado y por ofrecer lo que el populismo gobernante considera ocio consumista, se han lanzado constantes mensajes desde los altavoces del poder que justifican la violencia gratuita o la animan: Laura Borràs, presidenta del Parlament, afirmó en su día que no considera violencia que se queme un contenedor, y en septiembre de 2019 el Parlament se negó a condenar la violencia de Arran (organización de la CUP) y los CDR.

Barcelona es hoy una ciudad embrutecida, llena de pintadas y abandonada. Lo cutre sirve más de amparo a la mala acción que lo bonito, limpio e impoluto. Barcelona, tristemente se ha acostumbrado y se reconoce a sí misma en la suciedad mediocre y algo maloliente, y de lo sucio y gris nunca surgen oportunidades. El cóctel de crispación, orín, jugos gástricos y políticos demagogos con poltrona va a permanecer por largo tiempo, y ese decorado magnífico para vivir, crecer y soñar que fue Barcelona poco a poco se irá irremisiblemente apagando.

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