José García Domínguez - PUNTO DE FUGA
El festín de Colau
La alcaldesa debería empezar por promover el mejor de los mundos alcanzables
Con el capitalismo competitivo, régimen tan denostado por la alcaldesa Colau y sus comunes con mando en plaza, viene a ocurrir aquello que predicaba Churchill de la democracia: es el peor sistema económico creado por el hombre excepción hecha, claro, del resto de los conocidos. Como todos los iconoclastas irredentos que en el mundo han sido, Colau dice ansiar la sociedad perfecta, el mejor de los mundos imaginables. Loable afán juvenil, sin duda. Aunque, tal vez, la alcaldesa debería empezar por promover el mejor de los mundos alcanzables, objetivo harto más modesto y, por idéntica razón, también algo menos quimérico. En su caso particular, la responsable última de ese festín de Babette que responde por Transportes Metropolitanos de Barcelona acaso debiese postular una ciudad no ya perfecta sino decente, simplemente decente. Y en los lugares decentes, aunque solo fuese sumaria, mínima, elementalmente decentes, nadie cobra sueldos públicos de cien mil euros sin haber demostrado antes que vale algo más que su propio peso en alfalfa.
Meritocracia se llama la figura. Y es lo que distingue a los gestores serios de los que imperan en sitios como esta muy fulera Barcelona de Colau y sus pícaros de oro, triste rincón del Mediterráneo donde cualquier indocumentado con estudios primarios (en el mejor de los casos), la preceptiva cara de cemento armado y, huelga decirlo, el carné del PSC en el bolsillo puede usufructuar nóminas que desbordan con creces esos cien mil euros. Machado, Antonio, el mismo que siempre se paraba a distinguir las voces de los ecos, nos dejó escrito aquello tan célebre de que todos los necios confunden valor y precio. En la ciudad-estado de Singapur, es sabido, hay funcionarios municipales que ingresan un millón de dólares al año por sus servicios. Y nadie se escandaliza, por cierto. Su precio coincide, allí sí, con el valor de su personal y carísima contribución al bienestar común. Pero es que allí, también es sabido, no hay necios en la sala de máquinas. Ninguno. Qué lejos, Singapur.