CRÓNICAS PANDÉMICAS
Desescalada agridulce en los «búnkers»
Algunos barceloneses han aprovechado este lapso pandémico sin turistas ni curiosos para redescubrir este espacio. Ahora vuelve el bullicio
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que ni las cuestas pronunciadas ni las alambicadas calles del barrio del Guinardó evitaban que barceloneses y, especialmente, foráneos acudieran cada día y a toda hora a los famosos «búnkers» del Turó de la Rovira . Antiguamente conocidos por los lugareños como «los cañones», sus vistas espectaculares sobre la Ciudad Condal -y los cientos de «likes» que reportaban en las redes sociales- bien merecían un madrugón y media hora de caminata bajo el sol.
La crisis sanitaria borró de un soplo las romerías de «instagramers» y turistas con ganas de quemar tapas y paellas. Durante semanas, solo algunos vecinos de las laderas del «turó» subían hasta aquí para pasear el perro. En lo más alto de la montaña, los pocos habitantes de las dos calles del lugar (Marià Labèrnia y Labernia, a secas) recuperaban fugazmente el ambiente «de pueblo» que impregnó el lugar hasta que se puso de moda. «La vida aquí era estupenda, pero desde que arreglaron los búnkeres se volvió de lo peor , se llenó de gente gritando, rompían cosas, exagerado. Antes esto era como un pueblo, salíamos con las sillas a la calle, hacíamos verbenas, pero todo cambió. Pero con la desescalada ya empieza a ser otra vez horrible. Yo me he criado aquí y tengo una casa preciosa, pero de buena gana me iba por las masas de los búnkers», cuenta Loli, una vecina de sesenta años que vive aquí desde que tenía seis.
Muchos habitantes del Turó heredaron o compraron aquí viviendas surgidas de la auto construcción en una zona inhóspita hasta que el lugar fue señalado en guías y blogs de viajes. Durante los años ochenta fue meca de heroinómanos, un lugar «peligroso» que seducía a los jóvenes se los cercamos barrios de la Sagrada Familia, el Clot y Gràcia. La decisión del Ayuntamiento de Barcelona de convertir las ruinas de los antiaéreos en un «museo al aire libre» lo cambió todo. De un día para otro, este refugio de bohemios y adolescentes que escogían este punto para sus primeras cervezas, borracheras, besos y tantas otras cosas -dice la leyenda urbana que aquí se rodó una película X pero las vistas sobre la ciudad desconcentraban a los protagonistas- se convirtió en una prolongación de La Rambla entre pinos y olivos.
Algunos barceloneses han aprovechado este lapso pandémico sin turistas ni curiosos para redescubrir este espacio. Desde allí se puede divisar toda la ciudad a vista de pájaro: la cuadricula que ordena la urbe, la Torre Agbar, Montjuic y el Puerto. «Soy vecina de Barcelona, y hacía tiempo que no subía. Viene mucha gente , y es normal porque es precioso, ahora, sin la contaminación se ve la costa hasta muy lejos, es increíble», cuenta Mercè, una profesora jubilada mientras señala el horizonte en dirección norte. Allí Sant Adrià, con sus chimeneas, un poco más adelante, Badalona, y ya en la lejanía intuye Montgat, Mataró y, dicen algunos, hasta los primeros pueblos de Gerona. Barcelona, como nunca antes la había visto.
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