Daniel Tercero - DAZIBAO

Fábula de los okupas y los irresponsables

«Vaya a un abogado. Denuncie. Pero su piso ya no es suyo. Al menos en los próximos meses, con suerte un año y medio.»

26.12.2019 - Salón de un piso okupado en Barcelona, cuya propiertaria fue señalada por los líderes de Podemos porque consideraron que, como dueña, no podía hacer lo que le viniera en gana con su piso ABC

Daniel Tercero

La libertad en las democracias occidentales consiste, básicamente, en el respeto a la propiedad privada y en que el Estado proteja a los ciudadanos que pagan sus impuestos (los que les corresponda) y cumplen con la legislación (en todos sus ámbitos). Es un doble principio. Sin él, habrá democracia, pero no paz social. Y esta paz solo se verá alterada en función del número de ciudadanos que vean vulnerados sus derechos en correspondencia a sus deberes. Una persona en España tiene unos derechos y unos deberes; y no son compartimentos estanco. Como tampoco son una cuestión de percepción. Al que le roban un vehículo, no percibe un daño, lo sufre. Y si los legisladores, los policías y los jueces aprueban, aplican e interpretan, respectivamente, unas normas que no resarcen la sustracción del vehículo, se rompe la confianza esencial con el sistema. O, más bien, con los sistemas. El de la democracia y el de los valores.

El martes 25 de febrero, en una población costera de Cataluña, a las 9.00 horas, un pintor cualquiera, que adecenta el trabajo previo de un paleta al azar, avisa al administrador de la finca de viviendas (todas son segundas residencias) de que la llave -que el lunes funcionaba sin problema- no entra en el bombín del vecino del cuarto tercera, al que está terminando la obra. El técnico del administrador, tras comprobar in situ que, efectivamente, el bombín del cuarto tercera no corresponde con la llave que solo unas horas antes abría la puerta del cuarto tercera, comunica por teléfono a uno de los propietarios del piso que («tengo una mala noticia»): su vivienda ya no es su vivienda, ahora es de una pareja que se ha instalado en ella.

El piso en cuestión -tres habitaciones en 60 metros, con el único lujo de ver la playa desde el balcón- lo compraron los padres (maestros funcionarios) del actual titular. Todos sus ahorros de décadas. Sacrificios personales para el bienestar de los hijos. Aquello de... «que mis hijos vivan un poco mejor que yo». Renunciando a viajar por Europa. Sin conocer restaurantes Michelin. Comprando la ropa en las rebajas. Y, sobre todo, educando a los vástagos en una ética y moral en la que la norma (el cumplimiento de esta), la solidaridad (que no limosna) y la justicia (que iguala a ricos y pobres) deben pivotar en todos los ámbitos de la vida. Crearon ciudadanos creyendo en el sistema. En parte, por suerte para ellos, ya no están vivos para resolver el entuerto del que alerta el administrador.

Pasadas las 12.00 horas del martes, uno de los dueños del piso, que paga sus impuestos personales por renta así como los de esta y su primera vivienda (empadronado) religiosamente, y con gran agrado, al menos hasta esa fecha, llega a la puerta de su vivienda con las escrituras y los últimos recibos pagados (agua, luz, gas, contribución, IBI). Comprueba que su llave ya no es la llave de su apartamento. Hay luz dentro. Llama al timbre. Nadie responde. Vuelve a llamar. Silencio. Tal y como le han enseñado toda su vida, marca el 112. Urgencias. Policía Local o Mossos d’Esquadra. «Buenos días, están robando en mi casa». «¿Está usted ahí?». «Sí, señor, en la misma puerta». El operador del 112 toma los datos y da la alerta. «Todo va bien», se dice el dueño.

Antes de las 13.00 horas, una pareja de la policía autonómica, en avanzadilla de otras unidades que llegarán después, así como policías secretas y agentes locales, llega al inmueble. «Hola, agentes, he llamado yo. Ese es mi piso. Hay alguien dentro. Aquí tengo las pruebas de que soy el propietario». Los policías llaman a la puerta identificándose como tales. Al otro lado de la puerta del cuarto tercera se oye una voz: «¿Sí? Soy un okupa y no pienso salir. Llevo varios días dentro. Léanse el Código Penal». Al oír eso, los policías se relajan y miran al dueño del piso, que ipso facto siente un sudor frío que recorre su cuerpo. No es real. No existe tal sudor como cree. Igualmente, por un momento, cree que no puede ser cierto lo que se avecina. Cambio de guion. Le sube la temperatura. Empiezan a temblarle las manos. Por su cabeza pasan escenas de sus veranos (cuando aún vivían sus padres) y los utensilios personales de sus tres hijos. Sus cepillos de dientes. Las sábanas de Star Wars del mayor, la muñeca que le regalaron los Reyes a la mediana y la ropa interior de la pequeña, la que tiene solo cuatro años.

«Vaya a un abogado. Denuncie. Pero su piso ya no es suyo. Al menos en los próximos meses, con suerte un año y medio. Al nuevo inquilino tendrá que pagarle agua, luz y gas. Además de pagar al abogado y el procurador, cuando recupere el piso, tendrá que reformarlo entero, de arriba a abajo. Nosotros no podemos hacer nada más». Las palabras del sargento de los Mossos se clavan en el corazón del propietario. Legisladores, policías y jueces. El sistema.

Dos días después, el piso volvió a su dueño. No gratis. Sin ayuda del Estado. Y pese a políticos, policías y jueces. Mediación lo llaman. Nunca más se supo del okupa. Pero ayer otro entró en el cuarto cuarta. El piso de un juez de Toledo. El magistrado ya ha pedido el número de teléfono de los que solucionan los problemas.

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