crónicas pandémicas
Cualquier epidemia pasada fue peor
Por mucho que nos raye el coronavirus…… aunque los temores sean siempre los mismos
![Un grabado de los tumultos en Nápoles durante la epidemia de cólera de 1884](https://s3.abcstatics.com/media/espana/2020/03/31/colera-napoles-U56272682256UKw-1248x698@abc.jpeg)
El confinamiento propicia la relectura de autores amigos. Como Axel Munthe y «La historia de San Michele», un bestseller del siglo XX. Nacido en 1857 en Oskarshamn (Suecia) y tras estudiar en Estocolmo, Montpellier y la Sorbona, Munthe se graduó en 1880: con veintitrés años era el médico más joven de Francia. Crecido con Claude Bernard, Jean-Martin Charcot y Louis Pasteur, en 1884 viajó a Nápoles para combatir el cólera.
Munthe describió la cercanía de la muerte en sus «Cartas desde una ciudad en duelo», conocidas popularmente como «Cartas de Nápoles».
La insensatez juvenil le hizo proclamar en aquellas epístolas que no temía ni al cólera ni a la muerte; pero muchos años después, cuando las rescató para «La historia de San Michele», ya con 72 años, reconoció que había sentido un pánico cerval: «Describía cómo, semidesmayado por el hedor a ácido fénico en el tren vacío, salí a la plaza desierta, al anochecer: cómo me encontré por las calles con largas filas de carros y ómnibus llenos de cadáveres que iban al cementerio de coléricos, y cómo pasé toda las noche entre moribundos en los miserables 'fondaci' de los barrios bajos».
La epidemia provocaba el éxodo, no solo de los vecinos, sino también de los médicos. Incluso aquellos que ningunean a la muerte tiemblan cuando la guadaña asoma en el horizonte. Es una vieja historia, apunta Munthe: «Leopardi, el más grande poeta de la Italia moderna, que deseaba la muerte en exquisitas rimas desde que era muchacho, fue el primero en huir cuando el cólera apareció en Nápoles. Hasta el gran Montaigne, cuyas serenas meditaciones sobre la muerte bastan para inmortalizarlo, escapó como una liebre cuando surgió la peste en Burdeos...».
A las dos horas de llegar a Nápoles, Munthe volvió sus pasos a la estación en busca de un tren que le sacara del infierno. Si hubiese habido aquel tren, las Cartas de Nápoles no existirían, confiesa: «Pero el caso fue que no había ninguno hasta el mediodía siguiente, porque las comunicaciones con la ciudad infectada habían sido casi suprimidas… Por la tarde fue aceptado mi ofrecimiento de formar parte del cuerpo médico del hospital de coléricos de Santa Magdalena. Dos días después desaparecía del hospital, por haber descubierto que mi puesto no estaba entre los moribundos del establecimiento, sino entre los de los barrios más bajos».
Cada anochecer veía a soldados y sepultureros «envalentonados» por el alcohol trasegar centenares de cadáveres hacia la fosa común del Camposanto di Colerosi. Cuando la epidemia alcanzó su cénit, los contagiados se desplomaban por las calles.
Recuerda el médico sueco que el cochero que le trasladó de Nápoles a la cárcel de Granatello, cerca de Portici, se quedó muerto mientras lo aguardaba: «Nadie quiso ayudarme a sacarlo del coche. Tuve que subir el pescante y llevarlo yo mismo a Nápoles. Tampoco allí quiso nadie interesarse y, al fin, hube de conducirlo al cementerio de coléricos para poder desembarazarme de él».
Al retornar por la noche a la mugrienta posada, Munthe sentía tanto pavor a los piojos del camastro, como a la soledad: prefería pasar la noche en la iglesia de Santa María del Carmine, atestada de gente e iluminaba por cirios votivos…
Por mucho que nos cueste soportarnos en el espejo, asumir las contradicciones y afrontar el silencio que el ruido social emboscaba. Por mucho que nos raye el coronavirus… Cualquier epidemia pasada fue peor… aunque los temores sean siempre los mismos.
«Enhorabuena no hemos detectado virus en su equipo», comunica el antivirus del ordenador. Soy un suertudo: según el mensajero, en una jornada se detectan cuatrocientos mil ataques.
Con algo hemos de consolarnos.