Crímenes de autor… sin autor conocido
En 'El asesino anda suelto' Paco Villar rescata de los archivos policiales de la Barcelona de posguerra diez casos sin resolver
La portada de 'El asesino anda suelto' (Comanegra) recuerda a 'El Caso'. Como contaba su fundador, Eugenio Suárez, cuando el semanario de sucesos vio la luz la censura solo permitía informar, como máximo, de tres asesinatos. Era el año 1952, el del final de la cartilla de racionamiento y la celebración en Barcelona del Congreso Eucarístico Internacional.
En la España oficial del franquismo no había crímenes. La mayoría de los diez casos sin resolver, que Paco Villar rescata del periodo 1940-1958, «pasó desapercibida para la opinión pública, que, a lo sumo, les dedicó una nota de prensa». Si algunos crímenes hallaron eco popular, señala el historiador de Barcelona, «se fue apagando a medida que la investigación policial no llegaba a buen puerto y al final quedaron olvidados, arrinconados y archivados y nunca más se volvió a hablar de ellos».
A finales de los ochenta, Villar documentó su imprescindible 'Historia y leyenda del Barrio Chino' entre los archivos del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña: en dos años de investigación afloraron los casos criminales de 'El asesino anda suelto'.
La policía, explica el autor, no disponía de los sofisticados métodos actuales. El maletín para el revelado de huellas dactilares se componía de reactivos físicos (sangre de drago, carbonato de plomo, negro de humo) y químicos (yodo metaloide), así como material para el vaciado de huellas de pisadas e instrumental para los croquis que ayudaran a la reconstrucción de los hechos.
Hasta 1943 los laboratorios de la Policía Científica no contaron con cámaras fotográficas marca Contax. Aunque en 1942 ya se trabajaba con fotografía en color, subraya Villar, «los laboratorios policiales siguieron empleando el blanco y negro por el elevado coste de los equipos en color, la falta de formación del personal y la confidencialidad, que aconsejaba no remitir la película a laboratorios externos».
Aquella sociedad en blanco y negro arrojó misterios como el de Juan Pastallé, jefe de la Compañía de Riegos y Fuerzas del Ebro, viudo y sin aparentes conflictos personales, asesinado en el ascensor de un tiro en la cabeza el 8 de febrero de 1940. Nunca se dio con el asesino, aunque en los dos primeros años de posguerra abundaban los ajustes de cuentas por asuntos de la guerra civil. O la muerte de Juana Antón, una chica que llegó a Barcelona para servir, ahogada en un estanque del barrio de Horta el 31 de octubre de 1942.
El asesinato de José Calabuig, cocinero del hotel Granvía conocido en la clandestinidad homosexual como Pepe la Valenciana, desvela la doble moral de posguerra. Calabuig era dueño de un 'picadero' en la calle Obradors. Allí se llevaba sus 'conquistas' y cedía la cama, previo pago, a sus amigos. Cuando Calabuig apareció cadáver en su sórdida guarida presentaba siete heridas incisas en el cráneo que le provocaron la muerte. Hubo hasta tres sospechosos, pero el caso fue archivado.
Lenguaje forense
No hay lenguaje más crudo que el de un informe forense. Como el de la baronesa Agnes von Fries (de soltera, Agnes von Eichel) hallada muerta por «ingestión de un tóxico alcalino» el 9 de mayo de 1946: «Abierta la cavidad torácica se encuentran la mucosa bucal, encías, lengua, faringe y estómago con unas manchas oscuras parduzcas nacaradas características de las quemaduras por álcalis, el estómago grande y dilatado tiene una perforación en la curvatura mayor con derrame de líquidos de reacción alcalina, cuyos líquidos también han perforado el diafragma, produciendo una gran hemorragia torácica y abdominal...».
Ligada a la aristocracia, los ambientes del Rigat, Parellada y Bagatela, con habitación en el Ritz –emporio del espionaje durante la guerra mundial– la baronesa residía en un piso de calle Diputación que le prestó Jorge Parladé, conde de Aguiar, mientras él navegaba en el transatlántico Cabo de Hornos. Cuando el conde retornó de su viaje y abrió la puerta se encontró con el cadáver descompuesto de la baronesa. ¿Suicidio? ¿Venganza de espías?
Muertes nunca aclaradas como la de Ascensión Hernando o Arturo Molina, también en la encrucijada del crimen o el suicidio; o el asesinato del rico anticuario Ángel Sánchez, 9 de abril de 1956, en su tienda de la calle Baños Nuevos. El móvil del robo parecía evidente pero el parecido físico de los presuntos asesinos acabó en sobreseimiento.
Y el crimen de la prostituta Antonia Santamaría, conocida en el Chino como 'la Laura' y también por su pasión por las joyas que pagaba a plazos. El 3 de enero de 1958, un sujeto con gafas ahumadas la invita a un cortado en el bar y sube con ella al 'meublé' donde la estrangula y roba sus alhajas.
Una compañera de 'la Laura' creyó identificar al asesino: un tal José Antonio Sanz, nunca localizado. El caso fue archivado en 1960 y olvidado en la crónica negra oficial.