Spectator In Barcino
Ni cívicos ni pacíficos
Si la Generalitat ya no puede o no quiere controlar a sus presuntos descontrolados, el desborde está servido. Del movimiento «cívico y pacífico» al fascismo íncívico y cafre

Empecemos con una lectura provechosa para Ada Colau, celebradora perpetua del 68. El 68 parisino, bien sûr! Ni hablar de Primavera de Praga; ignorancia del genocidio maoísta -la Revolución Cultural- o de la matanza de la plaza de las Tres Culturas mexicana.
En «Hija de revolucionarios» (Anagrama), Laurence Debray, hija del filósofo Régis Debray -el guevarista de ¿Revolución en la revolución?- y de la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos retrata así a sus padres pijoprogres: «En Francia, los exsesentayochistas se aferran a su puesto de mandarines, disimulan su pelo blanco y se creen todavía flamantes seductores y unos pensadores influyentes que no desisten de tener razón. «El juvenilismo es la enfermedad senil del izquierdismo», señala Jean-Christophe Buisson. Sobre todo conservar el poder y no dejar sitio a los jóvenes. Han vendido al mundo su solidaridad, pero actúan como grandes egoístas. Han disfrutado del pleno empleo, nunca han conocido la angustia de la precariedad y dispondrán de las últimas pensiones honrosas. A fuerza de haber tenido ideales, dejan a sus hijos el calentamiento climático, una deuda pública elevada, pensiones que no están financiadas. Sin remordimientos ni cuestionamiento».
Si la gauche caviar embellece el mito revolucionario o compone apologías -los conversos son los más radicales- de la globalización neoliberal, los antiguos marxistas catalanes hallaron en el independentismo la utopía asequible para seguir viviendo del cuento. Se unen de esta manera a los enemigos que antaño aparentaron combatir -el pujolismo- y readaptan al procés la rebeldía infantiloide del «prohibido prohibir».
Vivir ricamente a cargo del erario y disfrazar ese egoísmo de perenne vocación política inspira la estrategia de antiguos dirigentes del socialismo y comunismo que hoy proporcionan coartadas progresistas a un movimiento populista de raíces carlistas. Ellos y muchos de quienes montaron el pollo este 1-O son los que inspiran la reflexión de la desengañada hija de Debray: «Han disfrutado del pleno empleo, nunca han conocido la angustia de la precariedad y dispondrán de las últimas pensiones honrosas». Movilizar escamots de cien o doscientos integrantes para paralizar el AVE, sabotear peajes, encadenarse en la Bolsa o irrumpir a la brava en un edificio oficial resulta bastante fácil.
A los estudiantes que se apuntan a un bombardeo con tal de no estudiar -los que quieren estudiar no pueden porque sus profesores se comportan como estudiantes- se unen los jubilados -más bien prejubilados con buen retiro y cierta energía física- y ya está montado el pollo. Si a eso le añadimos un -¿presidente?- que les anima a «apretar» -eufemismo de violentar el orden público- y unos Mossos maltratados por cargos políticos y denostados si cumplen su deber policial, el caos está servido.
La sociedad catalana, donde la turba jalea «las calles siempre serán nuestras» o «el pueblo manda, el gobierno obedece», viene a justificar la incorrecta máxima de Goethe según la cual es preferible la injusticia al caos.
Los socialistas de San Gervasio quieren seguir mandando con los independentistas. Reajuntados con el fanatismo comarcal de los rulls, turulls, buchs y madrenas -cuyos currículos van de la JNC a Convergència- conforman un peronismo a la catalana que representa el caudillo Puigdemont, allí y el vicario Torra, aquí.
Salvando distancias, a los políticos separatistas que cobran generosamente de la administración del mismo Estado que impugnan les ocurre como al general Perón cuando descubrió que su Partido Justicialista era dos partidos: la Triple A y los Montoneros. Los primeros, fascistas-militaristas, los segundos guevaristas: la cosa, como es sabido, acabó muy mal.
Queremos pensar que Cataluña no es Argentina, aunque padezcamos algunos argentinos que agitan lo suyo: Pisarello, Fachín, Caram de Tucumán… Hoy, en Barcelona, se hace difícil ejercer normalmente el derecho de manifestación: recordemos la concentración en defensa del castellano y la de Jusapol. Ambas movilizaciones -legales- y con destino en la plaza San Jaime hubieron de modificar su itinerario por el hostigamiento de los CDR.
Lo malo de azuzar a la masa desde el poder con promesas mágicas es que llega un momento en que la masa se cabrea si lo prometido no acaece según lo previsto. El problema de los aprendices de brujo que dieron el golpe del 6 y 7 de septiembre, el 1-O y el 27-O es que tras proclamar la independencia «en forma de República» no había nada.
Si l a Generalitat ya no puede o no quiere controlar a sus presuntos descontrolados, el desborde está servido. La ciudadanía degenera en tribu: del movimiento «cívico y pacífico» al fascismo íncívico y cafre. La estrategia de la tensión callejera amenaza a sus promotores. Como la ANC, la CUP y los CDR se han echado al monte, Torra los alaba tanto como los teme; para contentarlos, lanza un ultimátum a la Tierra: su república no es de este mundo. Si a estas horas sigue de presidente, ya tarda demasiado en dimitir.