Análisis
Fracaso de un independentismo más dividido que nunca
Nunca una manifestación tan ampliamente convocada por Puigdemont y sus fieles tuvo una respuesta tan escasa

Lo peor que le puede pasar a un hijo en Barcelona es encontrarse a un padre saliendo de un burdel y a una madre entrando en una manifestación independentista.
Mi madre, que el martes estuvo en la entrada del colegio de mi hija repartiendo ... fotografías del perro de unos amigos que se ha perdido por aquella zona, se fue ayer a la manifestación independentista contra Oriol Junqueras aprovechando que Sánchez y Macrón pasaban por allí. En catalán decimos «poca feina» a los que no tienen nada mejor qué hacer. Puigdemont quiso ayer enseñar su fuerza pero lo que demostró es que España es un maravilloso país para morir de viejo. Mañana de invierno fría y soleada, silbatos, gorros y banderas.
«Hemos venido los jubilados», me dijo mi madre. Los autocares llegados del interior de Cataluña estaban aparcados en el paseo de María Cristina, achicando espacios, pero ni así podían disimular el vacío de la primera mitad de una avenida que otras concentraciones independentistas habían llenado, y también España cuando celebró en este espacio la consecución del Mundial de de 2010.
Más que para medidas policiales la mañana estaba para los cuidados paliativos. Insólito desfile de desocupados, estropeados y fanáticos. Son los restos de Puigdemont, las excrecencias de lo que fue su liderazgo. Junqueras era el enemigo a batir y acabó expulsado de la fiesta al grito de «traidor». En 2010, Montilla también tuvo que escapar de la manifestación de apoyo al Estatut tras la sentencia del Tribunal Constitucional. Si entonces era el principio del movimiento independentista, ayer fue un episodio más de su larguísima agonía.
La velada fue de tonalidades más bien plácidas. Todo llamaba a la compasión, como el payaso que recibió un porrazo en las piernas tras agotar la paciencia de un agente de los Mossos. «Payaso» no es un desprecio sino el oficio de aquel que se presentó en el juicio del Tribunal Supremo con una nariz roja y que ha acabado siendo el vicepresidente de la ANC. Así está el independentismo. Así lo ha dejado Pedro Sánchez, que al discutible precio de conceder indultos y forzar reformas legales ha desactivado la amenaza más grave que había sufrido en siglos la unidad de España.
Bastaba dar ayer una vuelta por María Cristina para darse cuenta y comprobar que es mucho más grave lo que estos manifestantes van a descubrir en su próxima revisión médica que el problema que ellos y los suyos están en condiciones de crearle al Estado. El ministro Bolaños fue imprudente diciendo que esta cumbre serviría para demostrar que el proceso independentista está acabado, pero es lo que exactamente sucedió, y eso que sus declaraciones encendieron el ánimo de los convocantes, que igualmente fracasaron.
Jornada negra para un independentismo que se miró en el espejo y se vio en su hora más baja, folklórica y trasnochada. Pedro Sánchez ha conseguido enjuagar agravios, enfrentar todavía más a los partidos independentistas -que es verdad que nunca se quisieron demasiado- y reducir su otrora temible capacidad de agitación callejera a una siniestra exhibición de impotencia, amargura y extravío. Fueron a lo sumo 10.000, contando periodistas y policías. Nunca una manifestación tan ampliamente convocada por Puigdemont y sus partidarios tuvo una respuesta tan escasa y degradada.
El proceso acabó en puridad el día que todo el mundo fue a trabajar tras la aplicación del artículo 155. Pero aunque es cierto que el independentismo como abstracción política no está acabado, ni siquiera tan estropeado como la pobre gente de ayer, y créanme que los conozco, porque algunos son mi madre; la España real, que espero que aún exista, razonable, cuerda, moderada y que quiera presentarse como alternativa creíble a Pedro Sánchez tendrá más temprano que tarde que reconocerle que esta partida la ha ganado, y que ha destruido al independentismo del modo más humillante y a la vez magnánimo y suave. Que al final haya concedido demasiado, con cínicos fines partidistas para sacar tajada política, no significa que su victoria no haya sido aplastante ni que no tengamos que celebrarla.
A mí me educaron en que ser de derechas era partir de la realidad y no negarla, ser más inteligente y no más bestia. Para mí ser de derechas significa ser agradecido, generoso, reconocerle los méritos al rival y aprender de él en lo que acierta aunque sólo sea para para la próxima vez poder ganarle. Y no tragar de todo por hambre sino saber elegir lo que toca en cada restaurante.
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