Artes&Letras

Viaje a la semilla

José Antonio Abella reafirma su capacidad de fabular en «La llanura celeste», una novela que mezcla subgéneros y repleta de guiños literarios

José Antonio Abella con su última novela ICAL

FERMÍN HERRERO

Una de las muchas singularidades de «La llanura celeste» es que participa en su trama y desarrollo de varios subgéneros narrativos idealistas, algunos caídos en el olvido, en particular, el más obvio, la novela de caballerías, con sus encantamientos, hechizos, entuertos a desfacer y demás. El personaje principal, Gonzalo, un pastorcillo que carea su rebaño junto al monasterio hoy casi en ruinas de San Pedro de Arlanza a finales del siglo XII, recibe posteriormente el apelativo de «Caballero de la Transparente Armadura», de la «Armadura de Cristal» o del «Aire» y de su acompañante o partenaire, cuando es transportado en el tiempo a nuestros días, el licenciado Sanz, «artista del vivir», se destaca el lado quijotesco, «de la triste figura».

Pero también, con un arranque característico de la novela histórica tan en boga, ensambladas en un relato de aventuras, con alusiones al Caballero del león de Chrétien de Troyes, con la intriga y el misterio como puntales de la acción, hay rasgos del género policiaco, con lances varios de sangre y vislumbres, o del fantástico, con ninfas garcilasistas aparte de bellas, compasivas, incluso, de bildungsroman o novela de formación y de novela bizantina, a través de un personaje traído de la opera prima de Knut Hamsun, Hambre, que nos lleva a los confines nórdicos. No es el único homenaje literario de la obra, repleta de guiños y fervores literarios: Julio Llamazares, Gerardo Diego, Chuang Tzu, Espronceda, Fray Luis de León, Unamuno y, sobre todo, claro, su paisano Ignacio Sanz, otro que tal en cuanto a la potencia narrativa a la hora de contar y escribir historias, igualmente viajero impenitente, de cuya mano recorremos los recovecos de la Meseta.

De esta desusada amalgama genérica, prueba de su riqueza, puede derivar el único «problema» de entrada de la novela: el lector, hecho a la verosimilitud realista o entregado a la fantasía desaforada como compartimentos estanco, debe aceptar con todas las consecuencias el juego que propone Abella, alejado por completo de los modelos más bien planos imperantes. Una vez que se supera este requisito, cumple con creces la lúcida aseveración del propio Sanz: «el mérito principal de los relatos fantásticos es su capacidad de engatusar al lector». Lo que no obsta para que, conjugando con encanto «el incipiente castellano» y el español, no se busque el mero entretenimiento sin más, intención facilonga donde las haya, a la par que estéril; sino que se persigue, y se logra, que la amenidad no sofoque el provecho de la lectura, antes bien lo incite y acompañe.

Sin embargo el espacio narrativo, recorrido por el Duero tutelar, es realista, lo que posibilita, al margen de la especie de enigmático acertijo a resolver que lanza de inicio un judío alquimista y astrólogo de la corte de Alfonso VIII y que vertebra el relato, que el autor nos transmita su visión de Castilla, de todas las Castillas posibles: la tradicional del Cancionero o de las músicas de Vitoria o Cabezón; la mística, más sanjuanista que teresiana, con el cielo aplastando la tierra por la llanura del título; la guerrera, pues el argumento transcurre desde las consecuencias de la batalla de Alarcos hasta las contrarias de Las Navas de Tolosa; la legendaria, desde la secular de la Laguna Negra a la contemporánea de Genarín. De ahí que haya recurrido al título de Alejo Carpentier al frente de esta reseña.

A este respecto, en sus palabras preliminares se cura en salud de todo atisbo de regionalismo, de terruño que monopolice y privatice para sí la tierra. Creo que sin necesidad, más bien como declaración de principios, porque, por una parte su escritura sin duda se atiene a aquello tan socorrido, por atinado, de Miguel Torga: «lo local es lo universal sin paredes»; por otra, si de algo peca esta Comunidad, por fortuna alejada de cualquier nacionalismo ombliguista y excluyente tras el declive del sarpullido comunero de la Transición, en sí mismo bastante sui generis, es del desprecio hacia lo propio, por cercano, y de la afición a vilipendiar al vecino.

El salto temporal del medievo a nuestra época, los vasos comunicantes que se establecen entre ambos periodos históricos, propician, aunque Abella no abusa del recurso, la crítica del presente desde una mirada sin contaminar por la modernidad, un tanto al modo de Sin noticias de Gurb de Eduardo Mendoza. Por esa vía, manteniéndonos en una media sonrisa aunque sin cargar las tintas, vierte el autor su mirada esquinada, con derrotes de ironía, sobre los adelantos técnicos y sus servidumbres, la prueba más palpable del absurdo en que hemos convertido la vida contemporánea, entregada al frenesí del motor y de las imágenes. En todo caso siempre se ejemplifica, desde la inocencia del zagal protagonista, «la supremacía de la evidencia cotidiana sobre el enrevesado mundo de la sociología política y la hermenéutica conceptual».

En suma, una nueva prueba de la inventiva caudalosa y de la innata capacidad de fabular de Abella, siempre en el fondo al servicio de una idea esencial: «que vida y alegría de vivir son una misma cosa, que tanto el placer como el sufrimiento forman parte de la alegría de vivir, que la vida no tiene por qué justificarse en un sentido, que la vida es el único sentido de la vida». Tal y como sucede con esta novela circular de hálito poético con principio y desenlace en Covarrubias, escrita con mucho amor «desde los sueños, las raíces y la lengua» de nuestros antepasados, para que no se olviden.

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