Artes&Letras

Unas palabras

La editorial Rimpego recupera «Donde la vieja Castilla se acaba: Soria», la personal obra de Avelino Hernández, con prólogo de Julio Llamazares, que refleja la belleza de su provincia natal y denuncia su abandono

Paisaje soriano que recorre Avelino Hernández en «Donde la vieja Castilla se acaba» F. HERAS

NICOLÁS MIÑAMBRES

De aconte-cimiento editorial hay que considerar la reedición de Joaquín Alegre en Rimpego, afanoso por recuperar «Donde la vieja Castilla se acaba: Soria», de Avelino Hernández. Hay que recordar que fue gran conocedor de estas tierras y comprometido en vida con ellas. Y advierte con claridad el origen de su creación: «Como les pasa a muchos, supongo, que el inicio en la escritura fue para mí una pura efusión de emotividad acumulada». Convencido de ello también, lo confiesa Julio Llamazares en el prólogo, consciente de que su lectura abrió para él nuevos caminos literarios, como fue, por ejemplo, la escritura de La lluvia amarilla. A pesar de todo, conviene recordarlo: Avelino Hernández disentía de ciertas novedades en libros de viajes: «Y así, cuando escribí textos de viaje, expresamente -confiesa- quise romper el epigonato de Viaje a la Alcarria, que se extendía como un cáncer, y modelé otra horma».

Las voces de los ecos

«A distinguir me paro las voces de los ecos», dejó escrito Antonio Machado, que tanto amó estas tierras de Soria. De ellas, las fotos rescatadas aparecen separadas en dos bloques. Dejando aparte el segundo, muy personal del autor, el primero de ellos se presenta sin blancos ni epígrafe alguno, buscando la universalidad del documento, que refleja algunas obsesiones de Avelino Hernández: el paisaje, el cielo, los animales, el hombre… Una síntesis en la que no falta una extraña armonía entre lo humano y lo terreno, con curiosos ejemplos del tratamiento prosopopéyico. Lo dicho resume la pretensión del autor, preocupado en su afán por reflejar la belleza de estas tierras y denunciar su abandono. Del estilo de todo lo dicho da fe una de sus recomendaciones: «Vuélvete a mirar atrás, desde el recodo de la cuesta, al marcharte de un pueblo hecho en valle, en cerro o en ladera». El aire de despedida eterna parece premonitorio. Con su recomendación («habla con todos los viejos que encuentres») se pone en camino el autor del libro, compuesto por una escasa docena de capítulos. La nostalgia es el sustrato en el que germina inconfundible la melancolía del autor, preocupado por el momento último de esa realidad que contempla dejada de la mano de Dios.

El primer capítulo, entrada a «Tierras de Medinaceli», pone en guardia al lector: «Si entras en Soria desde Aragón, párate en Somaén. Porque es burgo frontero y pintoresco». La aclaración siguiente perfila lo dicho, observando el paisaje, primario y elemental, poblado de piedras y grajos, pájaro desconfiado y totémico en Castilla. La mirada del escritor será una mirada arrebatada, precisa, informal a veces. Siempre en función apelativa, dirigida exactamente al «tú», destinatario de estas líneas. En ellas, escritas desde la pasión, encontraremos la actitud del autor-viajero, con una mirada limpia del paisaje y de los hombres

El libro culmina en un noble final: la crónica de las fiestas de Soria, como un digno colofón: «Salud que no falte para poder volverlas a celebrar». Como la vida, si Dios quiere.

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