Artes&Letras

Los traperos del tiempo en la ciudad menguante

El poeta leonés Antonio Manilla debuta en la novela con la prosa irónica de «Todos hablan», galardonada con el XIII Premio Encina de Plata

Bruno Marcos

Cuando se escribe una novela sobre una ciudad que no es una gran metrópoli existe el riesgo de hacer un relato localista. Esto ocurre si se aplica una mirada complaciente, el resultado es costumbrismo. La técnica más sencilla para exorcizar este peligro es hacer todo lo contrario: poner la lupa, aumentar la visión de lo peor y observar sin piedad. En la novela Todos hablan se ha optado por este procedimiento llenando sus páginas de acontecimientos grotescos y descripciones sombrías.

La novela arranca con el cadáver de una prostituta flotando sobre las aguas de uno de los dos ríos que flanquean la localidad. Crimen al que seguirán otros de igual sordidez sin que haya una verdadera compasión por las mujeres asesinadas sino más bien temor a las repercusiones económicas que la existencia de un asesino en serie podría acarrear a un lugar en crisis desde hace más de cien años. La investigación sirve para que se haga visible la putrefacción general: gobernantes sátiros con desconcertantes sueños de ser poetas, empresarios con proyectos estrafalarios que fracasan una vez tras otra, prensa en propiedad de intereses que ni siquiera son ideológicos sino particulares, jóvenes escritores narcisistas que no leen ni escriben y una población ignorante y hedonista que, ajena a todo, vaga constantemente por los bares. Todos ellos pisan el falso empedrado de las viejas calles y plazas restauradas de una urbe histórica con dos mil años que se transforma, en su decadencia, en un parque temático de sí misma agarrada patéticamente al último salvavidas del turismo.

La urbe histórica se transforma, en su decadencia, en un parque temático de sí misma

La investigación de unos crímenes sirve para quese haga visible la putrefacción general

En un momento dado se alumbra el disparate que remata el retrato colectivo: a alguien se le ocurre crear un itinerario macabro para los visitantes de la desesperada ciudad menguante en el que los fantasmas de las mujeres asesinadas habrían de aparecerse a los turistas. Esto sería un alarde de inventiva por parte del autor del libro si no fuera porque le ha bastado con observar iniciativas reales promovidas por las instituciones locales de su ciudad, León, en la que está inspirada la obra y donde se produjeron los últimos años cosas insólitas como los congresos de ocultismo, el descubrimiento del mágico Grial en la basílica románica de San Isidoro o los paseos guiados por el cementerio municipal con pálidos actores saliendo de las tumbas.

El narrador de esta novela no tiene piedad con los personajes, no les deja apenas hablar, son escasos los diálogos y la omnisciencia es persistente. Sólo el grupo secreto de los Traperos del Tiempo -trasunto del auténtico de Manual de Ultramarinos- sale dibujado con trazo menos grueso, como si únicamente mereciera ser salvada su ingenuidad empleada en rescatar libros olvidados o a punto de desaparecer en la ciudad menguante para dejar algo de lo puro a flote. El estilo que emplea Antonio Manilla en esta historia parece afectado de una especie de lirismo autoparódico, el «pistilo abierto de sus carnes», «mujeres investidas de un notorio aire a prostitutas», como si ponerse literario sin ironía, entre la zafiedad general en la que hasta los políticos tienen la desfachatez de pretenderse literatos, pudiera parecer ridículo.

Por si alguien pensaba que la intención principal de esta novela era averiguar quién era el criminal y para no caer en lo predecible el autor hurta el final, como dejando ver que la pesquisa era una mera excusa para dibujar el reverso atroz de la ciudad, de todas las ciudades, y dejar serias sospechas en el lector de que no se trataba de una novela policíaca sino de un esperpento: la realidad.

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