Toro de la Vega

Valle-Inclán, en «La esfera» (1915), repasando los ejes de la cultura española, mostraba su entusiasmo por los toros: «Toda esa campaña que los escritores cursis han hecho contra las corridas de toros, me parece ridícula. Una fiesta de toros es lo más hermoso que se pudo imaginar. La emoción, el arte, la valentía, la luz. Yo en Belmonte admiro el tránsito. Aquel hombre que lejos del toro es feo, pequeño, ridículo, encogido, sin belleza, al reunirse con el toro se transfigura y nos parece maravilloso, y nos arrastra y nos emociona. Ese es el arte de las corridas de toros. ¿Hay algo más hermoso que ese tránsito, esa transfiguración, esa armonía de contrarios? El pueblo griego -que ha sido el más artista- veía morir al héroe en la tragedia y le amaba más, porque convertía la emoción en materia artística; antes éramos un país fuerte y artista. Ahora convertimos todo en sentimental y lloramos; y un pueblo bien templado, que sabía hacer del dolor abalorios de arte nos lo quieren convertir en un pueblo de llorones. Y esa labor la está llevando a cabo la prensa ridícula, que siempre está con lamentaciones cursis».

Hasta aquí un Valle de mente lúcida y sin complejos, que consideraba que «España es una deformación grotesca de la civilización europea». Y ahí conducen los cursis de nuevo cuño: políticos acomodaticios a los tiempos, juristas positivistas y militantes del Pacma y adyacentes. Valle se preguntaría sobre estos últimos ¿quién apoquina el parné? Y se respondería con «Manos blancas no ofenden», aunque acaso deformara el título de Calderón, otro ilustre iletrado. Tordesillas ya no tiene Toro de la Vega, pero al menos les queda el consuelo de dos grandes (tres más Goya) y de que los cursis pasan, las tradiciones no.