Artes&Letras
Primores azorinianos
El abulense Antonio Pascual Pareja se sitúa en la tradición del 98 con su libro de relatos «Historias de la pequeña ciudad»
A veces un solo adjetivo es capaz de revelarnos, acaso de determinar, la naturaleza de un libro. Es lo que se me antoja que sucede con «parvo» respecto a la colección de relatos Historias de la pequeña ciudad de Antonio Pascual Pareja. Figura -«todo lo realmente valioso es parvo»- en un breve texto en itálica a modo de pórtico y, por extensión, de poética, tras una cita del San Francisco de Asís de Chesterton, igual de indicativa de la orientación del volumen, de la sensibilidad que lo anima.
La propia obra de Pascual Pareja puede por el momento considerarse parva, si bien, como en el caso que nos ocupa, sustanciosa. Ha publicado con anterioridad únicamente dos libros: uno de poesía, El viento y la casa, hace ya doce años; y otro, con la misma prosa cautivadora, insólita en estos tiempos, una especie de novela, Invisible Pablo. Una serenidad impropia y una intensa melancolía, la que deja la pátina del tiempo sobre todas las cosas, alentaban estas entregas previas, en las que igualmente apostaba, a contracorriente, por arrimarse a «la verdad honda e imperecedera del corazón de los hombres».
Lejos de los cantos de sirena vanguardistas y de la impronta de la modernidad permeada a través de la Generación del 27, predominante en la lírica y aun en la prosa contemporánea, el autor se sitúa claramente en la tradición del 98: en uno de los cuentecillos se encomienda explícitamente a Antonio Machado y Miguel de Unamuno y todo el libro se inclina y se mira en el fino trazo estilístico de Azorín, tan olvidado, al que volveremos. Pero es que el resto de referencias, y son numerosas pues nos encontramos ante un narrador muy formado y que sabe bien desde dónde y con qué cómplices literarios, nunca pretenciosos, escribe, va en la misma línea alejada de piruetas y artificios, directa a los adentros del ser: en la literatura rusa se acompaña de Tolstói o Puskhin; en la inglesa, de Beerbohm, Keats o Shakespeare; en la norteamericana, de Dickinson; en la italiana, de Saba, Quasimodo o los casi desconocidos por estos lares Maria Messina o Virgilio Giotti, el gran poeta de Colores.
El espacio común en el que trascurren o, mejor dicho, suceden, acontecen, los relatos, más bien estampas, escenas a veces u hondas pinceladas líricas, los unifica. En virtud del título, queda claro que es una ciudad provinciana, y aunque no se cite en ningún momento, supongo que para dotarla de un carácter general, por las señas, sobre todo por su condición de amurallada, es un trasunto de su Ávila natal. Por ella, entre motivos denostados por la estética contemporánea como los atardeceres, el paso de las estaciones o la lluvia, que está hecha, con ecos borgianos, «de cosas pretéritas», por la paz y el silencio de las calles solitarias y las plazas recoletas, pasean tardos transeúntes andarines, que no diletantes flâneurs, sus pequeñas vidas camino de sus pequeñas muertes, mientras «el ámbito parece ajeno al devenir del tiempo, un objeto precioso guardado en un relicario», con el silencio, la soledad, la quietud, la mansedumbre, esas cosas tan antiguas y casi en desuso de las que está hecha, por decantación, la literatura.
En ambos sentidos, en el relativo a la huella novetayochista y en lo que toca a lo abulense, Jacinto Herrero supongo que estaría orgulloso de haber tenido un discípulo tan avezado y dilecto. De hecho, su compañero de andanzas escolares en Langa, el premio Cervantes José Jiménez Lozano, recordaba, en una entrevista concedida a César Combarros hace casi quince años, que los dos hicieron sus pinitos como escritores mediante «cuentos e imitaciones de Azorín». Y el propio Herrero reclamaba para el autor de La voluntad su lugar perdido en nuestra literatura e incluso en la misma Ávila en uno de sus Escritos recobrados: «Y de Azorín, que tantas páginas dedicó a esta ciudad, ¿qué decir? ¿Hay alguna calle dedicada a él? Hay algo vivo en su prosa que difícilmente será igualada por otro autor alguno». «Qué olvidado está Azorín» se lamenta a mayores uno de los personajes lectores de Historias de la pequeña ciudad, «¿por qué?», se pregunta de pronto.
En respuesta a esa inmerecida postergación, como en un susurro, en voz baja, sin ánimo de molestar, entre las líneas de las historias, en contradicción con lo que se afirma en una de ellas: «no hay nada poético en aquello que ocurre todos los días», se eleva, conservando la inocencia y el candor de un mundo recién creado, lo que permanece inadvertido en el tráfago de lo cotidiano y el ruido imperante nos impide percibir, que es la almáciga de la poesía, la poesía misma diríase, la que desprenden las cosas sencillas -ese «reguerillo, rescoldo», tan de Muñoz Rojas-, y suele pasar desapercibida, como una emanación de la belleza de la vida que Pascual Pareja recoge y nos entrega, tal ramo radiante y cordial, con suma delicadeza y cuidado, con el cuidado artesanal en la elección del adjetivo justo, apropiado; con la andadura sintáctica, la respiración de los párrafos, sosegada y sin estridencias; con un leve aliento lírico, nunca impostado, sin entorpecer el decurso narrativo; con los símiles espaciados y bien traídos… Tacto, mimo, esmero, son sustantivos que me vienen a la cabeza para caracterizar el estilo del libro, lo que es la escritura, en fin, tal y como se ha entendido toda la vida aunque ahora esté en entredicho, tal y como me parece debe y tiene la obligación de ser, pese a que sean «ya pocos los que saben esta lengua».