Artes&Letras / Libros

Primicias del confiado

José Antonio González Iglesias encierra en moldes clásicos la modernidad de su poesía, galardonada con el Gil de Biedma en su «Jardín Gulbenkian»

González Iglesias al recibir el premio Gil de Biedma ICAL

FERMÍN HERRERO

Juan Antonio González Iglesias es un poeta salmantino enamorado del Tormes, que ve desde la ventana de su casa y al que identifica con un centauro o, un poco al modo machadiano de la curva de ballesta del Duero en torno a Soria, con un «alfanje azul». Enseña Latín en la Universidad de su ciudad natal y ha escrito algunos de los libros de poemas más significativos de la poesía española actual: Eros es más, Confiado o Esto es mi cuerpo, que le han valido galardones de referencia como el Loewe, el Ciudad de Melilla o el Generación del 27, a los que ahora añade el Gil de Biedma de la Diputación de Segovia por Jardín Gulbenkian (Visor), que el propio autor delinea, en cuanto a origen y estructura, en un lúcido y provechoso prólogo, tal vez prescindible como tal.

En torno al jardín lisboeta del título, piedra angular del libro, González Iglesias expande, disemina y pauta en varios poemas, como de costumbre epifanías, su peculiar mundo, cincelado en moldes clásicos pero de una modernidad absoluta, que funde el fulgor del esteticismo con la discreción del retiro para situar siempre la belleza y cuanto la rodea en el mejor lugar, mediante un verso refinado y luminoso, hecho de calma y verdad. El jardín como refugio y espacio de protección, un poco a la manera de Soto de Rojas, irradia en otros jardines su aura de atención y cuidado, de la parte del corazón, del amor y la dicha, a favor de la primavera, de las verdades pequeñas y su hermosura, frente al odio imperante, ante el mundo materialista y nihilista, que da «por perdido en esta época sin cítaras». Recordemos la máxima de Cioran: «La idea de felicidad es inseparable de la de jardín».

El arranque del primer poema («Hay una relación fuerte entre el jardín y la liturgia./Es una forma estructurada de la esperanza./ Presupone la idea de la divinidad,/la teoría de juegos, la sintaxis./Es una letanía mensurada en el aire./Pone lo momentáneo en lo eterno…») marca ya la orientación lírica del volumen, siempre encaminada hacia lo máximo: una sencillez densa, cargada de significado y de pureza que se materializa en el siguiente, en el que el autor bebe un vaso de agua que nos retrotrae a los que le ofrecieron como bienvenida en tierra israelita y palestina según un poema de su anterior libro y que parece sublimarse en su mismidad, en su esencia, como si asistiéramos asombrados a la animación de uno de los sutiles cuadros, hondos en su ingravidez, de Ramón Gaya.

Es la prueba de que el poeta consuma su defensa del ejercicio de la poesía («la aventura/de reunir lo que nunca estuvo junto/logrando un fulgor nuevo que da idea/de lo mejor») como paradigma del ascetismo, aunque con la dulzura que reclamaba Epicuro, y en consonancia con la progresiva desnudez de su verbo a lo largo de sus entregas poéticas, cada vez más cercano a un laconismo proverbial, que roza lo sentencioso, hasta lo aforístico, sin caer en lo categórico. Un despojamiento que va hasta el final: «estoy con el lenguaje. Soy lenguaje. Esto es», pero, por desgracia, aun con todo, limitado: «lo esencial no hace falta decirlo, para eso/tenemos el silencio». De ahí el recurso, tan de Claudio Rodríguez, de encadenar preguntas retóricas como respuesta ante el asombro provocado por el enigma de lo creado.

A diferencia de otros compañeros de generación que han llevado a sus versos la herencia grecolatina de manera cosmética, como un maquillaje resultón que al cabo se disipa, gaseoso, entre las referencias del poema, González Iglesias consigue siempre integrarla no ya en el texto, que también, sino incluso en la vida que respira a través de las palabras, virtud desde luego difícil de alcanzar y aún más de mantener. Desde un entusiasmo tranquilo, que lo mismo exalta el simple y definitivo acto de leer a la sombra de un olmo orilla de su querido Tormes («leer/es mejor que escribir, mejor que hacer,/mejor que todo.») que la «sobriedad atlética» de unos jóvenes que corren por la arena y nos devuelven «a las copas de cerámica ática», conjuga estoicismo y epicureísmo, se declara «a la vez monacal y luminoso». En este sentido, digamos que Jardín Gulbenkian profundiza en una ética de raíz horaciana cada vez más presente en su obra. Así, nos acerca a Horacio en el «sagrado jardín» donde impartiera clase Platón, aprendiendo «a distinguir lo recto de lo curvo» y buscando lo verdadero.

Una voz rotunda, que conmociona por su precisión y emociona por sus honduras

Una muestra más, en suma, de una voz rotunda, original en extremo, inconfundible, fraguada en una exactitud expresiva, límpida y raigal, que conmociona por su precisión y emociona por sus honduras, en la que lo erudito nunca estorba, sino que ayuda a acercarnos al misterio de la existencia y del arte: lo simple que nos pertenece a todos, sin que nos demos cuenta, lo único que perdura, como dejara dicho el capitán Hölderlin, aquello que fundan los poetas. Una voz que aúna el cuerpo y el espíritu, la cultura y lo cotidiano, el sosiego y la sensualidad, sin olvidar nunca el deber de alegría íntima, sin alharacas, que concierne a todo escritor según la atinada prescripción de los diarios de Kafka.

El lector sale de la poesía de González Iglesias, a más de consoladora, edificante, con una sensación de haberse purificado momentáneamente, con una salvedad en lo que respecta a quien suscribe esta reseña: la altura moral, que es como decir estética, pues ambas están indisolublemente templadas en los versos del salmantino, me empequeñece sobremanera al mirarme en el espejo virtuoso, ejemplarizante, del poema, tallado con lo superior del hombre y ver, por contraste, mi estado disperso y mi vida disipada. Pero ése, naturalmente, no es un problema de la palabra poética, que ha cumplido con creces el cometido que le asignara Boecio.

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