Guillermo Garabito - La sombra de mis pasos
Perdonen la tristeza
«Pero abuelas no hay más que dos y cuando se te muere una se muere con ella un trozo de la infancia»
Sábado. Fue la tarde declinando y haciéndose luto. Se tiñó el sol hasta las enaguas y un montón de golondrinas recién aterrizadas oficiaron el réquiem por el cielo. A mi padre se le murió su madre. Mi abuelo recogía la cocina de la casa por no morirse también él después de sesenta y cinco años casados. A mí se me fue una abuela y quizá uno de los últimos retales de la infancia.
Escribo con mi abuela Tina ya en los Cielos y al recordar la tumba abierta el domingo me resuenan campanas tocando a muerto. El frío insondable de la iglesia. El mismo frío de la muerte. El pueblo entero, silente, en procesión respetuosa camino al camposanto. Y un palomar en lontananza que quisiera ser panteón y servir de última morada.
Disculpen esta columna doblando a muerto. Pero abuelas no hay más que dos y cuando se te muere una se muere con ella un trozo de la infancia, medio ángel de la guarda, y hasta un poco, o quizá un mucho, de uno mismo.
El cementerio, en el pueblo de mis abuelos, está en un alto. Como si los de Capillas tuvieran prisa por llegar al Cielo.
No soy capaz de echar a andar la memoria diez años atrás, antes de que a ella se le olvidara casi todo. Dejó de hablar y cabían las palabras que decía en una mano. Yo creo que lo hacía así para contarlas y tratar de que no se la escaparan nuevamente. Aún con eso sonreía cuando la besabas y repetía tu nombre dos o tres veces y volvía a apagarse muy rápidamente y a perderse en no sé exactamente dónde.
Me quedan ya sólo un abuelo y una abuela vivos. Cada uno de mi padre y de mi madre. Entre ellos siguen tratándose de usted.
El sábado por la tarde el Cielo tuvo que ensanchar de forma urgente. A mi padre se le murió su madre y a mi medio ángel de la guarda.