Ana Pedrero - Desde la Raya
Será santa
Nos decían que la procesión venía por dentro, pero nunca la imaginamos así, tan a puerta cerrada
No sé si os he contado que mi tierra, que languidece año tras año, resucita cuando el Nazareno toma la Cruz y viene a morir junto a las viejas piedras de la muralla. Que aquí los niños maman la tradición de sus mayores en la cuna y juegan a hacer cofradías, sueñan con su primera procesión, aprenden antes el redoble de los tambores que su primera palabra; antes a echar el paso a la izquierda que a caminar sobre las dos piernas. Que nos damos cuenta de que crecen cuando hay que sacar dos dedos al dobladillo de las túnicas, que las calles se hacen más anchas para que pasen Cristo y su Madre.
Que el corazón, el pulso de mi ciudad, galopa y se desparrama por todos los rincones en el abrazo a los que regresan, en el beso antes de la procesión, en el cántico de la noche, en el rezo antes de arrimar el hombro bajo el paso. Que el tiempo pasa más despacio, que el aire a veces se detiene para acariciar el rostro de nuestras Vírgenes. Que los vivos se mezclan con los muertos. Que el Duero se hace espejo. Que la tierra, el mundo entero cabe entre los brazos de una Cruz.
Nos enseñaron a ir a su lado, a acompañarle por las calles, a esperarlo en las aceras, aunque en el imaginario de los niños no haya lugar para el dolor de los que agonizan, para la soledad de los que mueren, para la desesperación de quienes sobreviven a los que aman. Nos enseñaron a cargar con la cruz en esta tierra de nazarenos; no sabíamos que la solidaridad era otra cruz sin hábitos, que la penitencia no va descalza. Nos decían que la procesión venía por dentro, pero nunca la imaginamos así, tan a puerta cerrada.
Y aquí estamos, a resguardo, como si no hubiese entrado la primavera, sin esperar procesiones, como si las ventanas y balcones fuesen miradores a la vida sólo cuando dan las ocho y damos las gracias a nuestros ángeles profanos bajo un cielo que suma por miles sus nuevas estrellas. Tantas.
Quizá sea la primera vez que miramos de frente el rostro del Cristo doliente que se hizo hombre para morir como un hombre. Quizá sea este tiempo maldito el más santo; éste el triduo. La santa semana entre el dolor, la muerte y la esperanza.