Ana Pedrero - Desde la raya

La memoria de las aguas

Han pasado 61 años de aquella noche, «la noche de aquello». La noche gélida que convirtió el viejo Ribadelago en un erial

Ana Pedrero

La avaricia del hombre abrió de par en par sus muros. El 9 de enero de 1959 la presa de Vega de Tera reventaba y sepultaba bajo sus aguas al pueblo de Ribadelago anegando tierras y viviendas, sembrando la muerte, el dolor, el caos, la nada.

Han pasado 61 años de aquella noche, «la noche de aquello». La noche gélida que convirtió el viejo Ribadelago en un erial donde brotaron cruces en los solares que un día fueron casas, donde aún se susurra de generación en generación el nombre de los 144 hombres, mujeres y niños que perdieron sus vidas bajo las aguas desbocadas. La noche que hizo realidad la leyenda del pueblo maldito y transformó el hermoso Lago de Sanabria en un inmenso cementerio en cuyo lecho tañen las ánimas en la noche de San Juan las campanas.

Un paisaje sin alma donde las olas mecían cunitas y muñecas en las orillas, animales muertos, sillas de nadie, la mansa resignación de unas gentes acostumbradas a vivir sin nada allá donde terminaban las carreteras a ninguna parte. Sanabria. Esa Sanabria pobre que se vació dispersa por todo el mapa; esa España Vacía llena de miseria que ya entonces el Régimen ocultaba al mundo como si no existiera mientras en el NO-DO se inauguraban los pantanos del progreso.

Los pies desnudos de los niños sobre el barro, las madres con las manos y el vientre vacío, las ancianas envueltas en sus toquillas de luto perpetuo, las cuencas vacías del ciego que tenía la suerte de no ver aquello, la impotencia en las manos de los hombres, un santo en pie sin altares, una procesión de ataúdes junto a las aguas crecidas, un carro de heno empotrado contra la puerta de la iglesia y la caridad de postureo de quienes acudieron a hacerse la foto.

No hubo responsables. Los culpables quedaron impunes ante una justicia ciega y muda que blanqueó la catástrofe con la misma avaricia que destruyó el paraíso. Unas casitas blancas de paredes finas como el papel, proyectadas para un clima cálido y no para los duros inviernos sanabreses, amordazaron el dolor y la rabia como si «aquello» no hubiese existido.

Ni Dios ni los hombres hicieron justicia. Del dolor profundo de aquellas gentes y su sobrenatural espíritu de supervivencia brotó de la vida. Los nombres de los muertos fueron silenciados. Pero Ribadelago los guarda escritos en la memoria de las aguas.

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