Ana Pedrero - DESDE LA RAYA
Luisa
«Todos nuestros muertos tienen detrás un nombre, una vida, una familia rota, una silla vacía, besos pendientes, abrazos que ya no daremos, teléfonos que no sonarán»
Luisa. Se llamaba Luisa, como mi madre. La mayor de sus sobrinas, hija de Maruja y de Paco. La llamábamos Luisi. Hace apenas quince días soplaba las velas de la vida, su vida, que ayer se apagaba por culpa del maldito virus.
Se llamaba Luisa y era la mujer de José, la madraza de Paco y de Marisa, la suegra de Fernando, que hoy estarán intentando salvar vidas en su hospital olvidándose de su propio dolor. La joven abuela de Sara y Aroa, de María.
Se llamaba Luisa, Luisi, Luisina. Se nos iba ayer, cuando en Zamora debería estar la cofradía del Santo Entierro en la calle, en este Viernes Santo sin entierros ni duelos, ni siquiera el de Cristo.
Se llamaba Luisi y derrochaba vida. Y cosía, y cantaba, y era inocente como una niña pequeña que se resistía a crecer, buena como el pan blanco. Y generosa, cariño y ternura a manos llenas si de todo iba sobrada.
Se llamaba Luisi. Este mediodía, cuando el Gobierno informe de la cifra de muertos de esta pandemia, ese número aterrador de cada día, ella será uno de esos números sin nombre ni corazón ni alma.
Pero se llamaba Luisi. Todos nuestros muertos tienen detrás un nombre, una vida, una familia rota, una silla vacía, besos pendientes, abrazos que ya no daremos, teléfonos que no sonarán. Lágrimas a puerta cerrada, pena confinada y la impotencia de no poder consolarnos ni siquiera entre los de la sangre, que es el vínculo más fuerte, que quema y nos corre por las venas.
Se llamaba Luisi y hoy es una estrella más de las que cada noche se encienden en el cielo, tantas estrellas con miles de nombres propios. Hoy en su tierra, que es la mía, la Virgen de la Soledad hará procesión en todos los corazones. Nunca habíamos estado tan cerca, tan contigo, tan en ti, Soledad.
No son cifras ni estadísticas ni ataúdes prohibidos, como si no existiesen, pasando de puntillas por esta tragedia multiplicada. Se llamaba Luisi, carne, hueso, alma, corazón. Por ella, por todos nuestros muertos con nombre, salimos ayer a aplaudir al balcón aún más fuerte a nuestros soldados de primera línea, que son los héroes de esta historia, como héroes son los que rumian su dolor en silencio e intentan levantar en estos días el mundo con su sonrisa, con su fuerza.
Mañana Dios subirá resucitado por la cuesta de mi casa anunciando la primavera, llenando de vida estas calles vacías donde sólo el silencio campa a sus anchas. La vida, la esperanza. Se la debemos, nos la debemos, porque vivir es el mejor homenaje que podemos hacer a los que nos faltan, a las miles, a los miles de «luisis»; que nos roba implacable esta pandemia, que son ya luz en este mundo tan oscuro.
Se llamaba Luisi; la mayor de mis primas. No olvidéis nunca su nombre. Sus nombres silenciados; su calor, su memoria. No dejéis que sean números. Se llamaba Luisa, como mi madre. La llamábamos Luisi. Ahora, desde el silencio de esta tierra tan vacía, cierro los ojos y te escucho cantando ya para siempre. Descansa, vuela. No dejes de cantar, que aquí abajo es muy necesaria tu alegría. Luisa. Luisi.