Ana Pedrero - Desde la Raya

El cielo prometido

En mis brazos, el lugar donde más le gustaba estar, se durmió para siempre, hace ahora un año, en este tiempo de castañas, tenorios, buñuelos y crisantemos

A Mico lo abandonaron a la puerta de la Protectora en una caja de zapatos. No sabía entonces que el mejor regalo de mi vida latía entre cuatro paredes de cartón. Me enamoré de sus ojos azules y locos, de su pelo grisito y suave desde la primera foto que Scooby subió a redes. Supe que mi corazón era su casa. Me lo robó sin manuales, sin leyes tontas, cursillos ni instrucciones. Asumí que debía protegerlo, más por mis obligaciones como persona que por sus derechos como gato; por humanidad, por esa bondad que se supone nos hace distintos, aunque el menos racional, el más depredador de los animales, sea el propio hombre.

Supe que se quedaría siempre conmigo cuando lo tuve en mis brazos; apenas ocupaba la palma de mi mano, tan pequeñito. Perdí la cuenta de mis besos sobre su cabeza, que tantas noches se acomodaba entre mi pelo y la almohada adueñándose de todo.

Como un ángel custodio, guardaba las cuatro esquinas de mi cama, mis sueños, silencios y palabras, mi duelo y mis alegrías; seguía mis pasos por la casa, acompañaba mis soledades, era dueño de mis secretos. En los días más oscuros, su ronroneo suave, su respirar liviano sobre mi pecho me reconciliaban con el mundo.

En mis brazos, el lugar donde más le gustaba estar, se durmió para siempre, hace ahora un año, en este tiempo de castañas, tenorios, buñuelos y crisantemos; esta tristeza de noviembre, santos y difuntos, velas, memoria, ausencias. Esta muerte en carne viva.

En un monte que mira al Duero, entre encinas y jaras, en la tierra toresana que tanto amo, Mico reposa. Con él enterré parte de mi corazón. Dos mastines leoneses, las estrellas y la luna guardan su sueño de gato apátrida, sin carné.

Hoy, mientras cae la hoja y el cielo se empapa de lluvia y nostalgia, he cerrado los ojos, he abierto mis brazos vacíos para escribir la columna más hermosa del mundo. Dicen que los gatos no tienen alma, pero yo tuve un ángel disfrazado de siamés; tocabas mi alma con tu maullido mimoso, tan tierno. Me dabas la paz.

Espérame, pequeño Mico, en el apócrifo paraíso felino donde sea cierto el milagro, todo lo bello más allá de la vida. Ese cielo prometido que cabe en una caja de cartón.

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