Fernando Conde - Al pairo
Novillos
«Hacer novillos es un clásico popular de la juventud. Porque, quién no los ha hecho en alguna ocasión, aunque sólo fuera por saborear siquiera levemente el deleite de lo prohibido»
Y no de los que hacen de la tauromaquia una manifestación cultural única, sino de los que se hacen en el cole o en el insti. Porque hasta los terrenos de José de Calasanz alcanza el lenguaje del toro con su riqueza, su metáfora y sus símbolos. Un famoso novillero, en sentido docente, fue Rafael Alberti, que si alguna vez pensó en ser torero como su admirado Sánchez Mejías, tuvo que conformarse con vestir el traje de luces de la gran poesía. A Alberti le gustaba fumarse las clases en los jesuitas para hacer novillos, que en su caso no eran de la estirpe cornúpeta sino de la algarabía gitana y mestiza del Puerto. Recordaba Alberti en sus memorias el día en que el malhadado diestro cantado por Lorca le «obligara» a hacer el paseíllo en Pontevedra una tarde de junio: «Con cierto encogimiento de ombligo, desfilé por el ruedo entre sones de pasodobles y ecos de clarines. Después… ¡Oh!, cuando el primer cornúpeto, tremendo y deslumbrado, se arrancó pasando entre las tablas y mi pecho, comprendí la astronómica distancia que media entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero».
Hacer novillos es un clásico popular de la juventud. Porque, quién no los ha hecho en alguna ocasión, aunque sólo fuera por saborear siquiera levemente el deleite de lo prohibido. Recuerdo a un compañero que era, como esa joven Marnie de La Adrada a la que sus huyonas quizá le cuesten caro, un auténtico especialista en pellas. Se falsificaba los justificantes con la letra, firma y rúbrica de su padre con una maestría digna de Eric Hebborn, el gran falsificador de arte que en su infancia le había prendido fuego a su escuela en un acto de protesta. Mi antiguo compañero se pasó bastantes meses de novillero a lo Alberti hasta que, en una de esas, no contento con poner que había faltado a clase por una simple indisposición intestinal, quiso gustarse y le endilgó al tutor un «mi hijo M. no ha podido acudir ayer a clase por encontrase en avanzado estado de descomposición», que ya no coló. Lo llamaron a dirección y le cayó una buena reprimenda, pero al menos no había robado un sello en un consultorio para dar verismo a sus justificantes. Porque hasta para hacer novillos hay que ponerse algún límite, señorita.