Fernando Conde - Al pairo
Normales, ninguno
Comienza el sainete con esas máquinas que Amancio Ortega ha donado para detectar cánceres, y que venían con un extra que desconocíamos: también sirven para detectar imbéciles
Mi suegro suele decirme que de los que vea por la calle, normales, muy pocos. Siempre la tomé como una afirmación un tanto exagerada de quien, por su profesión, ha conocido a mucha gente de muy distinto perfil, pero en estos últimos días estoy empezando a pensar que quizá tenga más razón que un santo. Porque si no, cómo se explica la cantidad de estupideces que estamos aceptando los españoles sin mover un solo músculo, como si alguien nos hubiera puesto una cámara oculta a ver cómo reaccionamos, mientras ese alguien en alguna parte está reventando de risa por las costuras.
Comienza el sainete con esas máquinas que Amancio Ortega ha donado para detectar cánceres, y que venían con un extra que desconocíamos: también sirven para detectar imbéciles. Seguimos con esos nuevos semáforos en los que la tendencia sexual ha encontrado un reflejo semiótico -prueben a darle la mano al señor de al lado; igual tienen premio-; y aquí me pregunto además si dentro de poco los colectivos de «amigos del trío» o de «aficionados a la bacanal» van a exigir que a ellos también se les tenga en cuenta y que los semáforos reflejen su realidad, no vaya a ser que se planten y digan «yo por ahí no paso». Sin olvidarnos de esa normativa que ordena -sólo a los hombres; eso no debe de ser discriminación en Madrid- que no se despatarren en el metro. Esto puede ser terrible si el hombre en cuestión es de generosa corpulencia -gordo tampoco se puede decir, el lenguaje está ya como muchos de estos nuevos «legisladores», capitidisminuido-.
Y es que en esta España de complejos infinitos estamos rozando no ya el ridículo más absoluto sino la idiotez más supina. Con unos catalanes, o mejor dicho con algunos políticos catalanes, empeñados en seguir hablando de su libro, sordos a lo que dice su Constitución, las instituciones europeas y una mayoría (de catalanes) que quieren seguir siendo españoles. Con todos esos que siguen viendo en la Iglesia Católica a la Santa Inquisición y que odian la sola visión de un crucifijo en una escuela pública, pero que aplauden hasta con las orejas el hecho de que otras confesiones religiosas, de escaso arraigo en nuestra cultura, formen parte del currículum escolar. O con esos otros, tan carcas como vivos -o vividores, mejor dicho-, que siguen levantando el puño y el Rolex para cantarles la Internacional a los parias de la Tierra.
En fin, normales muy pocos, dice mi suegro, pero quizá es que no haya reparado aún en los llamados a renovar la política española. De esos, normales, ninguno.