Muerte en la tarde

A la muerte de un torero, un rosario de encinares. Un plañir de pañuelos blancos. Un cortejo inacabable. Y es que cuando un toro mata a un torero se forma un revuelo de palomas blancas en la plaza. Al torero en el ruedo siempre le viene la muerte embistiendo, de frente y muy tiesa. Y hay veces que la hace arte con aire lento de capote –media verónica para enroscarse la muerte a la cintura– y hay otras que enviste brutal y sin remedio y cae el torero dejando la tarde rota.

A Víctor Barrio le tocó el sábado pasado un toro llamado Lorenzo, bragado y berrendo, que salió con la muerte colgando entre los cuernos en una de esas faenas que de otra manera hubiera pasado casi desapercibida.

A un torero muerto en horas de servicio ya no se le niegan más las puertas grandes. Pasa a la historia del oficio como un mito. Barrio hizo de la enfermería de la plaza una puerta grande para los restos. La faena de Teruel bien podría haberla recogido ese otro paisano suyo para la historia en alguno de los tomos de Los Toros , de Cossío.

En su tierra, en Sepúlveda –donde naciera Victoriano de la Serna, revolucionario del toreo–, hicieron cartel el lunes para despedir al diestro José Tomás, El Juli y no sé cuántos otros grandes. Todo el mundo en la villa sabía por quién doblan las campanas.

Y uno tiene la sensación de que cuando se muere un torero hoy, se muere el mundo del toro un poco más. O quizá se reavive con su sangre a borbotones.

Yo nunca he tenido arrojo para ponerme delante de un toro. Ni he soñado siquiera con tomar la alternativa o lanzarme al ruedo de espontaneo. Pero, como cuando se lee Belmonte de Chaves Nogales, en las tardes como las del sábado uno quiere ser torero y que lo entierren de purísima y oro. O de verde. «De verde esperanzado de paz».