Artes&Letras
La mirada, el paisaje, la fe
Diez años después de la primera entrega de su viaje por las catedrales de España, «Las rosas de piedra», Julio Llamazares completa el recorrido con «Las rosas del sur»
Hace diez años publicaba Julio Llamazares un libro con título casi semejante, Las rosas de piedra, al que sigue Las rosas del sur, e insiste en que «este es un libro de viajes, no de arte ni de historia, ni mucho menos de espiritualidad». La extensión no debe asustar al lector, pero debe ponerlo mínimamente en guardia.
La personalidad humana y literaria del viajero, presente en varias obras de Julio Llamazares, persiste aquí, en ese estilo de descubrir el camino. No es difícil su enfoque estético: en esencia, las catedrales son verdaderos tesoros polisémicos. Lo religioso, lo geográfico, lo artístico y lo humano se unen en esa poliédrica realidad tan difícil de captar. En pos de esta pretensión (descubrir la esencia de los edificios religiosos y su reflejo en el mundo) el viajero utiliza todos los mecanismos creativos: desde la contemplación intuitiva hasta el contacto con los hombres, los clérigos responsables, los museos, los guías, los medios informáticos. E incluso los amigos, como ocurre con el leonés Manolo Cerebro: «…el viajero recibe una llamada de Cerebro, como todos los amigos llaman a Manuel González, escritor, editor y exfutbolista afincado en Badajoz desde hace mucho y en cuya casa dormirá esta noche».
La mirada surge empapada de un variado contenido, que Julio Llamazares capta con toda sutileza, soñando con los tiempo pasados: «al viajero le parece haber entrado en un tiempo muy antiguo y estar asistiendo ahora a una reunión prohibida; una de aquellas reuniones de los primeros cristianos o de la propia Toledo en época de los árabes». Pero no debe olvidarse algo esencial: las catedrales están insertas en un espacio geográfico, en ciudades diversas y son símbolo de una humanidad pasada, diferente, lo que explica su variada estructura. Lo mismo ocurre, con la forma de ser de sus habitantes y, sobre todo, el aspecto urbanístico de la ciudad. No es necesario insistir en ello, pero la imagen de muchas ciudades parece ser la de la catedral que las preside. Pero a veces ofrecen un simbolismo demasiado terrenal, un poco descuidado, como si no hubiera relación con el espacio. Por ello, la ciudad, el clima, la tierra, las plantas, los hombres…la religión, en fin, se muestran como un terreno estético en el que florecen reflexiones materiales de todo tipo, sin que falte alguna curiosa discusión irracional. Algo, a menudo, anima el ambiente. Ante muchas de las escenas, aflora lo que puede llamarse impotencia estética, la incapacidad para descubrir su belleza. Todas ellas parecen hijas de la tierra y del alma de sus pobladores. Y no está lejana la visión de lo irreal ante la mirada prosopopéyica de la naturaleza: «Si Ciudadela está adormecida (…) la catedral es ya directamente sonámbulo».
En el trabajo de campo, como en otros libros de viaje de Julio Llamazares, hay siempre lugar para el sentimiento y la nostalgia. Se observa perfectamente en las catedrales, sin excluir las catedrales de las Islas. Por ello, el libro termina con una frase atinada del mexicano José Vasconcelos: «Un libro, como un viaje, se empieza con inquietud y se termina con melancolía». No es mal final para estas páginas.