El más bello regalo
Lo mejor del imaginario de Gustavo Martín Garzo aparece en ‘El árbol de los sueños’, donde se mezcla, se funde y se confunde realidad y ficción, mitología y verdad
Asomarse a la escritura de Gustavo Martín Garzo supone siempre un motivo de alborozo, una excusa innecesaria para intuir que estamos a punto de sumergirnos en un océano de historias legendarias magníficamente descritas.
Y eso ocurre, de manera superlativa, con su más reciente novela ‘El árbol de los sueños’, que nos devuelve, corregido y aumentado, el recuerdo plácido de obras anteriores como ‘Una tienda junto al agua’, ‘El lenguaje de las fuentes’, ‘La princesa manca’ o, la más cercana en el tiempo ‘No hay amor en la muerte’.
No resulta exagerado definir a ‘El árbol de los sueños’ como un fastuoso libro de libros, en el que una madre les relata cada noche a sus dos hijos, en esa ciudad varada por el monótono acontecer de la vida cotidiana que es León, un aluvión de cuentos y de leyendas que encandilan a las dos criaturas. Gracias a esos relatos que les refiere antes de dormir, y que siempre deja inacabados, siguiendo la estela de Sherezade en ‘Las mil y una noches’, la madre pone sobre la palestra una sarta casi inagotable de historias que manifiestan lo mejor del imaginario de Martín Garzo, donde se mezcla, se funde y se confunde la realidad y la ficción, la mitología y la verdad, lo onírico y lo tangible, los argumentos de propia creación y aquellos extraídos de libros sagrados, de la tradición oral o de la literatura clásica, árabe u oriental.
Y es que en Martín Garzo acaso no sea lo más importante lo que cuenta sino la sutil y deliciosa manera que tiene de contarlo, la forma delicada que emplea para convertir las palabras en caricias aterciopeladas, la pericia con que crea las comparaciones más luminosas y evocadoras, como cuando para hablar de la intimidad de una doncella dice que «sus pequeños senos recordaban las cabecitas de los corderos; y el leve vello que cubría su sexo, el musgo que crece en la oscuridad del bosque».
La novela -que es como el árbol del título, o como la cornamenta del ciervo de la portada o como esos mapas fluviales que antaño se rellenaban en las escuelas- parte de uno de sus temas fundamentales: la maternidad; aunque fluirán constantemente historias que tienen que ver con esos grandes misterios que son la felicidad, el amor, la vida o la muerte. Es la madre un personaje paradójico, una mujer misteriosa y viajera que alquila una habitación casi inexpugnable en un hotel leonés y que acabará casada con su propietario, un abogado de costumbres sedentarias que le ofrece el contrapunto tranquilo a esa vida nómada que le sirve para conocer mundo y acumular las historias que un día les contará a sus hijos.
Digo que la novela es como un árbol o una cornamenta cérvida o un mapa anegado de ríos, porque así transcurren sus páginas . Es el hijo el narrador de los hechos. Es él quien se encarga de contar las historias principales, que a su madre le revelaron sus grandes amigos: Namir y la princesa egipcia Habibah. De ellos surgen las primeras fábulas y leyendas, y a partir de ahí nacen ramas o cuernecitos o afluentes de distintas dimensiones y formas (muchos de ellos se retuercen y entrecruzan a lo largo de la narración) que nos hacen retrotraernos muchas veces al Antiguo Testamento, al Corán, a los inmortales textos homéricos o a otras fuentes que, como decía con anterioridad, no por conocidas resultan menos gratificantes.
En ‘El árbol de los sueños’ nos encontramos temas que se repiten una y otra vez, como el de sultanes, reinas y príncipes que se niegan a aceptar la muerte y velan los cuerpos incólumes de las personas que aman; y nos tropezamos con ángeles, genios y hadas, con seres mitológicos, con animales, árboles, flores y paisajes que suponen un cántico que defiende la naturaleza; pero también descubrimos palomas articuladas, muchachas que se convierten en mariposas, cerdos dotados de una inteligencia humana. Y así seguiríamos hablando de infinidad de personajes que abigarran una narración armada de oraciones consecutivas y subordinadas, donde los diálogos se filtran en el texto corrido y el conjunto ofrece ese aire extraordinario y casi parabólico que solo les es permitido a las más grandes historias jamás contadas.
Gustavo Martín Garzo ha inventado una obra imperecedera, que maravillará a los niños y conmoverá a los mayores; y que me permito recomendar que se lea y paladee despacio, como esos licores excelsos que se toman a sorbos y dejan un calor de lo más gratificante conforme reactivan los cuerpos más aletargados.
Advierte el autor en los albores de la novela que «las cosas bellas son un don, no una mercancía» y la remata sentenciando que la belleza es recibir lo que no se espera. Lean ‘El árbol de los sueños’ sin esperar nada y recibirán un hermosísimo regalo literario.
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