Artes&Letras / Hijos del Olvido

Los locos de Sancho Velázquez

En su testamento dispuso que sus bienes sirvieran para crear un hospital para «desfallecidos de seso» y, con ello considerar la figura del loco como enfermo, algo que, hasta el siglo XVIII, no sucedería en España

NIETO

FERNANDO CONDE

«No podemos ni debemos seguir ignorando la actitud tan positiva, humana y con una perspectiva tan avanzada en el tiempo, que los españoles a lo largo de la historia han tenido con el loco: observemos aunque sólo sea a partir del siglo XV (que en) las Constituciones y normativas de los hospitales… el concepto de enfermo prevalece ante todo» Esta afirmación que contextualiza e impregna todo lo siguiente se la debemos al enfermero y escritor Francisco Ventosa, en fecha tan cercana como el año 2000. Por de pronto, sorprende la palabra «loco» vertida en un libro, sobre todo ahora que vivimos contaminados por esa dictadura del eufemismo, de entre las varias que sufre en estos días nuestro paciente idioma. Pero la afirmación, al menos, sigue en vigor y nos sitúa ya en terrenos de demencia, de insania, de enajenación, de locura en el mórbido sentido de la palabra.

Fue personaje de confianza de los Reyes Católicos, procurador en las Cortes de Toledo y miembro del Consejo Real

Llevaba poco más de una década fundada la Santa Inquisición española cuando dio su alma a lo eterno el oidor de la Chancillería de Valladolid Sancho Velázquez de Cuéllar. De familia de larga estirpe castellana y de procedencia inserta en el genitivo de su apellido, Sancho Velázquez había sido un personaje de confianza de los Reyes Católicos, procurador en las cortes de Toledo (1480) por Valladolid, miembro del Consejo Real que dirimiría, entre otros graves asuntos, la asunción de la aventura colombina, y, en suma, como atestigua el libro de Ricardo Mata y Teresa Gil, un hombre de valía y cierta fortuna y patrimonio. Ambos, fortuna y patrimonio, dispondrá en su testamento, fechado el 13 de febrero de 1489, habrán de ser destinados casi en su totalidad a la fundación y mantenimiento de la Casa de Orates u Hospital de los Inocentes en la que devendrá, a su muerte, la que hasta entonces fuera morada en la Frenería vallisoletana (hoy Cánovas del Castillo), según recoge, entre otros, Madoz en su famoso Diccionario.

De esta forma se convertía Valladolid, con su «flamante» Casa de Orates, en la cuarta ciudad española, tras Valencia, Sevilla y Toledo (por orden fundacional) en contar con un hospital para «desfallecidos de seso». Curiosamente los cuatro fueron promovidos a título personal por prohombres de su tiempo, pero sólo el vallisoletano no contó con el expreso apoyo regio, cuando bien hubiera podido. El hospital prohijado por Sancho Velázquez que además, como resalta la profesora Elena Maza, traspuso desde su creación las fronteras locales para dar cobijo a enajenados de toda la España norteña, estuvo en aquella casa suya hasta 1846, año en el que el alcalde de la ciudad decidió vender el inmueble y trasladar «el negocio» a la Casa-Palacio del Cordón, propiedad del Duque de Abrantes. A cargo de sus demenciados residentes seguiría estando el ínclito doctor Laza, de quien se cuenta que viajó a Londres, a París, a Italia y Alemania para impregnarse de los métodos y cuidados que se ofrecían a las personas privadas de razón. El hecho es trascendente porque nos remite a esa España acomplejada, a fuer de romántica, ante una Europa modernísima y apostolar. Pero la realidad histórica es muy otra.

Cuando Sancho Velázquez funda la Casa de Orates pucelana a finales del XV, al loco en Europa se le tiene por poseso, por mefistofélico ser y por maligna criatura del Averno, a quien sólo salvará la jaula y el grillete, cuando no directamente la muerte en la hoguera o la exhalante aplicación de una tortura depuradora. Y el viejo continente habrá de esperar algo más de dos siglos para que la demonología empiece a dar paso a la psiquiatría. Pero en la ciudad del Pisuerga al ido se le tratará desde esos albores de la «modernidad» histórica como a un enfermo y no como a un malhechor, al menos hasta «la llegada del bienio progresista y demás excesos del siglo XIX», al decir del canónigo Zurita. Tal vez los Pinel, Conolly o Reil de la segunda mitad del XVIII puedan ser tenidos por padres de la psiquiatría moderna, pero hasta aquellos tiempos, en la Francia, la Inglaterra y la Alemania que conformaban el faro alumbrador de Occidente, habían muerto miles de perturbados sin haber sido entendidos como pacientes sino como simples y vulgares delincuentes, cuando no criminales.

Y se da la circunstancia de que, stricto sensu, la única ciudad del mundo en la que ha habido ininterrumpidamente un sanatorio (nunca mejor dicho) mental en los últimos cinco siglos ha sido la ciudad de Zorrilla, el poeta que, a pesar de haber dado a la posteridad tanto verso resonado, contribuyó como buen español de su época a achicar la imagen histórica del país.

Hoy, el oidor Sancho Velázquez de Cuéllar, benefactor de los locos, sigue esperando una triste calle en la ciudad a la que donó sus bienes y a la que tanto bien hizo con la fundación de su primer hospital psiquiátrico. Pero ya se sabe que los locos nunca nos cansamos de esperar, amigo Sancho.

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