A un lechuzo viudo

A los pueblos se vuelve en otoño el día de los Santos. Tienen un repunte estacional de veinticuatro horas y después se vuelven a quedar vacíos con sus muertos de cementerio recoleto y esquinado. Ya por no quedar no queda ni mi «lechuzo», que enviudó en primavera y se pasaba las tardes agónicas sobrevolando terruños en los que no llueve.

Un amigo, jardinero y quizá ornitólogo, me dijo este verano que no estaba triste «ni nada de eso, lo que está es en el ‘Tinder’ de las lechuzas». Y echó por tierra todo el romanticismo de aquella historia lúgubre de la lechuza muerta y de su viudo en pena. No ha habido polluelos este verano, polluelos como los de otros años rechonchos de plumas, aprendiendo a volar con torpeza entre los pinos del jardín.

Tiene Castilla ahora un color a erial reseco donde el otoño se impone como puede. Tal vez éste sea el adiós definitivo. Y si durante el invierno encuentra otra lechuza nueva, probablemente se muden al lugar de donde sea ella a tener polluelos la próxima primavera. Porque hay que casarse en el lugar de donde es ella -aunque en el caso de las lechuzas vaya usted a saber-. El «lechuzo» también ha dejado el pueblo y puede que ya sólo regrese el próximo noviembre a visitar la tumba que le hice en marzo a su lechuza muerta.

La vida de mi «lechuzo» -que no es mío, ni es de nadie- ha sido los últimos meses como la de cualquier otro viudo en duelo abandonado al abandono. Se paseaba a horas extrañas incluso para una lechuza, caminaba por el jardín más que volaba... Decía Lucía Méndez que un columnista no debe escribir sobre su gato, por eso yo escribo de mi lechuza, que no es mía.

Hoy viernes el «lechuzo» se ha marchado -hace días que no lo veo- y los del cementerio, que vinieron anteayer, también. Es noviembre en Castilla. «¡Dios mío, que solos / se quedan los muertos!».