Artes&Letras

José Jiménez Lozano: elogio de la sencillez

Los principales galardones (nacionales de las Letras y la Crítica y Cervantes, además del Castilla y León) no distrajeron al autor abulense de su quehacer literario. Más de ochenta títulos de narrativa, ensayo, artículos, diarios y poesía lo han convertido en uno de los nombres imprescindibles de la literatura en español

F. HERAS

En su empeño por no hacer ruido, José Jiménez Lozano decía que su biografía no revestía más interés que la de «un pequeño burgués instalado en el campo en un medio refugio y medio exilio» (Unas cuantas confidencias, 1993, catálogo de la exposición que le dedicó el Círculo de Bellas Artes por el Premio Nacional de las Letras). Ajeno a camarillas literarias y a la parafernalia habitual -ni siquiera presentaba sus libros-, se mantuvo firme en ese medio refugio y medio exilio del pequeño pueblo vallisoletano de Alcazarén hasta su muerte el pasado 9 de marzo.

Allí se atrincheró en su «Petit Port-Royal», leyenda rotulada en un muro de su casa y toda una declaración de principios. Se ponía así bajo la tutela de aquellas monjas de la abadía francesa de Port-Royal des Champs que defendían su conciencia frente los dictados del poder político y religioso, asumía su «jansenismo estético» de búsqueda de la sencillez y renuncia al artificio. Por algo aquella historia de resistencia del siglo XVII sirvió de argumento a la primera novela de Jiménez Lozano, Historia de un otoño (1971).

«Aquellas mujeres no sólo tenían valor como todos los mariscales de Francia juntos, sino que fueron también un prodigio de inteligencia», diría sobre las religiosas en su conversación con Gurutze Galparsoro (Una estancia holandesa). Muchas otras obras suyas darían voz después a personajes también insobornables en su dignidad; en muchos casos, personajes femeninos.

Ese debut literario, algo tardío, quizá no hacía presagiar lo que vendría después: más de ochenta obras, entre novelas, libros de cuentos, poesía, ensayos, recopilaciones de artículos periodísticos y diarios. Y todo sin salir del refugio ni hacer concesiones al hipotético precio de la fama.

Cuando en 1989 Jiménez Lozano recibía el Premio Castilla y León de las Letras, Miguel Delibes daba fe, en un artículo en El Norte de Castilla, de que el escritor permanecía fiel a su idea de la vida y la literatura: «Retirado en un pueblecito de Valladolid, Alcazarén, refractario a la ciudad y a los halagos del siglo, persuadido de que no es el escritor quien debe viajar y llamar a ilustres puertas para darse a conocer, sino sus escritos, él sabe que la universalidad de un creador no depende del lugar de residencia ni de sus relaciones sociales, sino de su sutileza para desvelar los afanes y las miserias del corazón humano y su esfuerzo por ahondar en el sentido de la vida y el mundo».

«No se puede escribir para 'la gloria' sin que todo se vuelva ceniza y el escritor se convierta en imbécil», anotó en su primer diario

La concesión del Premio Cervantes en 2002 tampoco alteró el día a día del escritor, ya jubilado del periodismo y volcado en sus narraciones, reflexiones y versos, aunque siempre se negase a sí mismo la condición de poeta. En el volumen de sus diarios que recoge sus reflexiones de ese año, Advenimientos, no alude al galardón más importante de las letras hispanoamericanas.

«Desde luego, cuando se escribe, no se piensa en nada; quiero decir en ninguna otra cosa que en lo que se está haciendo: en ver y en escuchar, y en plasmarlo. Pero no sólo hay que purificar la fuente, como decía Mauriac, sino las intenciones, los motivos de la escritura hasta tornarla del todo gratuita», escribía en sus anotaciones de veinte años antes, recogidas en su primer tomo de diarios, Los tres cuadernos rojos (1986). E iba más allá, al aceptar que es posible escribir por dinero sin que la obra salga malparada, pero advertir a renglón seguido que «no se puede escribir para ‘la gloria’ sin que todo se vuelva ceniza y el escritor se convierta en un imbécil».

En la penúltima entrega de sus diarios, Impresiones provinciales (2015), dejó una de sus muchas reflexiones sobre la escritura, mostrando su acuerdo con el poeta francés Paul Claudel cuando equiparaba la satisfacción ante la belleza de su obra con la que podía sentir un obrero que hacía bien su trabajo («de ser carpintero me habrá esforzado lo mismo en cepillar bien una tabla que, como escritor, en escribir bien»). Jiménez Lozano pone un «reparo» a esa afirmación al aplicarla a su propia obra: «Claudel parece estar seguro de que ha escrito bien, y por mi parte no estoy tan seguro. La tabla bien cepillada del carpintero se ve que está bien cepillada indiscutiblemente. Las cosas, incluso cuando son clarísimas en el plano del escribir bien, no son ni mínimamente claras comparadas con la obvia lisura de la tabla que ha dejado el carpintero. No habrá ningún crítico que pueda negar esta lisura perfectamente conseguida, pero, en el plano literario sí».

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