Jorge Francés - Ruido blanco
Síndrome de abstinencia
«La ciudad vacía es inquietud e impaciencia frente a un mundo rural en cuya serenidad y sosiego habita la cómoda ausencia del ritmo pausado de los siglos»
Nuestra civilización se entiende en el humo de leña bostezado por una chimenea de piedra. Uno puede pasar horas viendo subir las bocanadas lentas y perderse, como ante el crepitar de un fuego o de las olas que acarician la playa. En la ciudad no hay nada que provoque ese magnetismo mágico y primario. La ciudad es mecánica, automática que diría Camba, y solo ver pasar gente desde un banco de madera se acerca a ese efecto hipnotizante. Vernos pasar a nosotros mismos es también un entretenimiento apasionante. Jugar a imaginar sus vidas amasando estereotipos. Pensar cómo creerán que es nuestra torpe existencia los que miran desde aquel otro banco. Pero ahora no pasa nadie, ni hay nadie sentado en frente. Necesitamos ciudades vacías para alejar la persistencia del desastre y desiertas las ciudades pierden todo interés, son asfalto y hormigón sin sentido.
La felicidad en la ciudad es ingrata, insaciable, inservible y no reciclable. La felicidad urbana es un estupefaciente, una droga de placer efímero que engancha sin remedio. Nunca satisface y nunca es suficiente. Por eso estas ciudades adormiladas en el estado de alarma, fantasmas en el diario toque de queda son tramoyas inútiles sin actores ni público. La ciudad vacía es inquietud e impaciencia frente a un mundo rural en cuya serenidad y sosiego habita la cómoda ausencia del ritmo pausado de los siglos. Para nada sirve un fuego que ni cocina ni calienta, y así afrontamos con el ánimo helado este duro y largo invierno. Confinados en la palabrería gastada de los políticos y en el cinismo irresponsable de tantos. Porque ni ver la vida pasar y menos ver pasar la muerte es algo hecho para nosotros los encadenados urbanitas. En esto también nos da lecciones añejas la minoría silenciosa de los pueblos.
Hoy la ciudad también es soledad, muerte y silencio. Qué pena que siempre igualemos por los desperfectos. No le quedan ventajas frente a la sabiduría callada de pueblo. Desde aquí, en mitad del enjambre de ventanas iluminadas, tengo síndrome de abstinencia de una ciudad rota e impotente que ahora, ni siquiera fugazmente, tiene permitido complacerme.