Ignacio Miranda - POR MI VEREDA
Media vuelta y al trullo
«Con ese nuevo concepto aséptico e impersonal del presidio, se produjo una deslocalización urbana previa a la de las fábricas que nos hizo olvidar la existencia de los presos»
Allá por los años ochenta y noventa, por el aumento exponencial de la población reclusa española, desaparecieron las cárceles de las ciudades. Sí, prisión, chirona, trena, talego, que tanto eufemismo progre derivado del adjetivo «penitenciario» cansa, sobre todo porque no logra maquillar la cruda realidad que se vive entre rejas. De tal modo que se cerró Carabanchel, con su cúpula y todo, allí donde la esposa de Marcelino Camacho le llevaba chaquetas de lana tejidas en casa para soportar los rigores gélidos del encierro, y empezaron a construirse nuevos recintos de hormigón con torres, no ya a las afueras, sino en pleno campo.
Villanubla, Mansilla de las Mulas, Dueñas y Topas, en nuestra región, junto a otras macrocárceles por todo el país, para acoger a un censo de presos que pasó de los 8.500 de 1975 al record de 76.000 de 2009. Cifras objetivas que incluso a Adriana Lastra deberían hacerle reflexionar, sin caer para nada en la apología del franquismo.
Con ese nuevo concepto aséptico e impersonal del presidio, se produjo una deslocalización urbana previa a la de las fábricas que nos hizo olvidar la existencia de los presos, la represión del delito, la droga intramuros y extramuros que arruinó miles de vidas de toda una generación, mientras los capos campaban a sus anchas, salvo alguna dentellada de un tal Garzón cuando era Garzón.
Porque así funciona la sociedad actual: hay que ocultar todo lo que incomoda, molesta, duele. Nos quedamos entonces sin el olor a rancho, la presencia de picoletos en las garitas, el ruido seco de los cerrojos. Dejamos de escuchar rumbas de Los Chichos, Los Chunguitos y Los Calis desde aquellas ventanas, porque la música forma parte sustancial del maco. Ahí están las carceleras, conocido palo flamenco de la familia del martinete. Ahora da la sensación de que allí, en medio un páramo, no hubiera motines ni bullas ni nada.
Esta semana, un preso de Topas de tercer grado, de los que pisa el hotel salmantino de diseño para dormir en la celda, protagonizó una insólita fuga al atardecer. Incapaz de reprimir su instinto de libertad, el jambo, que cumple condena por robo y hurto y estará definitivamente en la calle en junio, logró saltar el muro del patio, de más de tres metros y medio de altura, y huyó. Tuvo la mala suerte de lesionarse un pie, pero logró escapar. Aunque debió pesarle tanto en su conciencia lo ocurrido que, a las pocas horas, acompañado de su familia, dio la media vuelta y se presentó de nuevo muy arrepentido en el centro de inserción del penal. Lo dicho. La intrahistoria del trullo sigue dando mucho juego, incluso tan lejos de nosotros.