Artes&Letras / Libros

'La hora del sosiego': el palíndromo más certero

La bejarana Yolanda Izard convierte el argumento de su última novela en una reivindicación de la soledad más acuciante y enfermiza, pero también en un prodigioso ejercicio memorialístico

La escritora salmantina Yolanda Izard HERAS

José Ignacio García

Tras alcanzar un reconocimiento importante en 2019 con el poemario ‘Lumbre y ceniza’, con el que consiguió el Premio Miguel Hernández de poesía, y fue finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León el pasado año, regresa la bejarana Yolanda Izard -una de las grandes damas de las Letras castellanas actuales- a las sendas de la prosa, y lo hace de la mano de Renacimiento, la convincente editorial hispalense donde publicara en 2017 la recopilación de microrrelatos ‘Zambullidas’.

‘La hora del sosiego’ retoma la estela de la narrativa de largo aliento que en los albores del presente siglo dejaron novelas como ‘Paisajes para evitar la noche’ o ‘La mirada atenta’; pero lo hace impregnada de poesía y de pasajes que son en sí mismos minificciones que evocan la esencia de las que en ‘Zambullidas’ se dieron cita con entidad propia.

En ‘La hora del sosiego’ Yolanda Izard convierte a Berta, una exitosa editora de mediana edad, en náufraga por decisión propia en una isla del Pacífico que es de su propiedad. De esa forma, Berta se reencarna en una especie de «robinsona» temporal y contemporánea, que convierte a una perrita llamada María en su fiel «Viernes» canino.

Proclama la autora en la parte nuclear de la historia que «todos estamos solos», que «somos seres solos es el palíndromo más certero». Y es cierto que la novela tiene como lema central la soledad, pero no será la incondicional María la única que ayude a la protagonista a espantar los fantasmas que la acosan. Cuando el retiro voluntario se convierta en una deportación definitiva, todos los espectros del pasado: su madre, su hermano Enrique, su padre o su marido André, regresarán junto a ella una y otra vez para combatir la desolación y el olvido; y a ellos se unirán los espíritus de Andrew, Marcus y Clément, tres jóvenes militares, caprichosamente enemistados en la Segunda Guerra Mundial por el azar geográfico, que en la agonía previa a la muerte firmaron un armisticio fraternal que les permitió afrontar con entereza el trance definitivo en las playas de aquella isla perdida.

El argumento se convierte, por tanto, en una reivindicación de la soledad más acuciante y enfermiza, pero también en un prodigioso ejercicio memorístico, donde la imaginación transforma a los recuerdos, a los familiares y a los soldados desconocidos en personajes tangibles, confiriendo corporeidad y robustez a figuras nebulosas o a individuos pretéritos, que perviven en la mente alucinógena de la protagonista.

Pero gracias a la magia de los sueños que únicamente la literatura puede procurar, Berta no solo resucitará a sus muertos cercanos y a los esqueletos hallados en la isla, sino que conversará con ellos, escuchará sus historias e incluso recibirá sus cuidados y atenciones cuando la fiebre la sitúe al borde de ese abismo sin retorno que es la muerte.

Podrá pensar el lector que la soledad aboca a la locura; y conforme dueña y mascota caminan inexorablemente hacia una decadencia decrépita, todo parece indicar que será así. Pero es entonces cuando explota en su dimensión más amplia ese proverbial magisterio que impregna el estilo narrativo de Yolanda Izard. Es entonces cuando la prosa aterciopelada, tersa, preciosista y sugerente que envuelve toda la novela, acaricia incluso con una sutileza más delicada a las protagonistas, para dotarlas de una dignidad y un consuelo que para sí quisiera cualquier ser humano que sobreviviese en condiciones extremas en el paraje más remoto de la Tierra.

‘La hora del sosiego’ hace honor a su título, transmite serenidad al lector y maquilla los acontecimientos dramáticos con una pátina de ternura, de comparaciones exuberantes y de frases memorables y redondas, que retratan a Berta -acaso un ‘alter ego’ de su creadora- como una mujer luchadora, que se enfrenta consigo misma, que inventa de forma obsesiva listas de palabras, que «no escribe para consolarse sino para entenderse», que cree que «la lengua abre vínculos entre las cosas, penetra en sus estancias secretas, modula el corazón». Y lo cree con tanta firmeza que logra convertir una isla ignota y desierta en el más fantástico de los paraísos literarios.

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