Artes&Letras
Hondo lirismo en las memorias de Colinas
El poeta recién galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana se aleja del formato convencional del género y plasma en «Memorias del estanque» el estrecho vínculo entre vida y literatura
Sorprende gratamente comprobar que estas Memorias… de Antonio Colinas no se ajustan al formato convencional. Carentes de capítulos clásicos, forman largas series de sucesos personales o culturales creados a partir de variadas experiencias. Sorprende también el tono metafórico del título, con el sintagma estanque, henchido de connotaciones semánticas y personales diversas a lo largo del texto. A esa originalidad se ajusta con precisión su primer fragmento: «Llovía con fuerza y la humedad se posó en mis ojos y en mis labios: hasta mi piel. El niño muerto se levantó sin ayuda del lecho. Y sonreía». Ese tono de incipiente misterio se intensifica con las líneas siguientes, en las que el estanque parece anunciar la trascendencia de su condición: «Estanque de la isla: tú me revelas hoy este hecho primero desde tu soledad, con tu serenidad, con tu silencio verde».
A partir de estas sensaciones líricas, presentes en el texto y enriquecidas en el apéndice, discurre el recuerdo de Antonio Colinas. De su vida y su profesión, tan variada, centrada siempre con obsesión en el papel de la poesía, de los libros, del paisaje, de sus vivencias… Hay que tener en cuenta que estas Memorias… transcriben el largo recorrido geográfico del poeta. Una intensa vida de despertar a la adolescencia lo sitúa en tierras de Córdoba, cuyo recuerdo, junto con la poesía de Góngora, será imborrable en su vida. No hay que olvidar que Antonio Colinas fue siempre un personaje cuyo camino real abarcó múltiples destinos, desde Italia, tan presente en Sepulcro en Tarquinia, tierra de formación cultural y creativa. Y, junto a sus múltiples viajes, su contacto con grandes intelectuales y artistas, especialmente portadores del mundo de la música. Decisivos serían los veintiún años de Ibiza, escenario familiar y recuerdo de grandes amigos, entre ellos los músicos, tan decisivos en su vida.
Es curioso, sin embargo, el cambio humano que le supone Salamanca, su último destino por el momento: «Salamanca no está todavía en mi memoria, sino en mi vida diaria. Para los que la comprenden bien y encuentran en ella lo que buscan en su laberinto, Salamanca es una presencia tan fuerte como sobria». La referencia al Tormes lo confirma: «Aquel río era ya el mismo río de mi infancia. El Tormes era el Órbigo. O aquel río era ya todos los ríos, es decir, solamente un fluir: el fluir de la vida». Comprobamos que muchas de estas actividades apasionantes van dejando paso a la reflexión, al pensamiento, a la contemplación del mundo cercano. Y confesará: «Quizá por ello todo ha sido un fluir en mi vida y un dejarme llevar por corrientes que siempre acaban frente a la serenidad del remanso de un estanque». Ese remanso, tan presente en la obra, será el comienzo de los aforismos, de las reflexiones, de las sentencias presentes en la segunda parte, «Un valle, dos valles».
Aforismos y vivencias Frente a la turbulencia y riqueza intelectual y temática de la primera parte, esta segunda implica una presencia aprovechada del paso del tiempo: «El tiempo a veces se detiene en la soledad profunda. El tiempo es entonces oro colado: plenitud». Se observa ya una tendencia afectiva por todo lo relacionado con la tierra originaria. Como un redescubrimiento del paisaje y de la vida, una especie de feliz panteísmo dividido en dos sectores. El primero es el paisaje, es lo natural (los pájaros, los árboles, las flores, las fuentes, la casa e incluso el perrillo) y el segundo el de la memoria, la historia pasada: el poeta descubre emocionado los restos romanos dispersos en su tierra. Y él, clasicista confeso, divaga con ardor sobre todo aquello que se fue y ahora resucita, dignificando la vida del hombre y recordando la afirmación de Rilke dijo: «el árbol crece en mí». Tal vez porque el poeta tiene un secreto convencimiento humano: «Más allá de la destrucción y de las lágrimas de estos recordatorios, la perduración de lo sagrado», dotando de un extraño misticismo su actitud ante la vida y sus reflexiones. Surge así una inesperada dualidad, «la de dos valles» y la sensación de extraña felicidad ante ellos: «¿Por qué, por qué, por qué siento en este humilde lugar una clara sensación de felicidad? (…) ¿Por qué este lugar es el centro del mundo para mí?». No es extraño que el optimismo del poeta desemboque en reflexiones inesperadas: «Cada anochecer partimos hacia el Sueño y quedamos en brazos del Destino». Y de ahí la afirmación humana: «Útero de la madre. Útero de la casa. Útero de la naturaleza. Útero del firmamento». Pero no falta la alusión a la tragedia, con el voraz incendio de Tabuyo que obliga al poeta a actos casi heroicos, «algo debo hacer».
El libro no podía terminar de otra forma, como corresponde a su bello y hondo sentido poético: «Renacer en la vela. Renacer en la llama de la vela. Renacer en la luz de la vela. Respirar en el silencio de la luz».