Guillermo Garabito - LA SOMBRA DE MIS PASOS
No son tan caras
«El problema de los desheredados locales es que acaban convirtiéndose en otra esquina más del patrimonio histórico de la ciudad por las que pasamos la vista sin fijarnos»
La ciudad se nos escapa, podemos vivir aquí durante siglos y aún fascinarnos cada mañana. La ciudad no se acaba nunca. Son los pormenores los que hacen habitable una ciudad, las pequeñas cosas que hasta ahora habían pasado inadvertidas, pero siempre están ahí. Levanta uno un poco más la cabeza de la norma y sólo puede preguntarse si este edificio -que lleva doscientos años- lo habrán puesto hoy expresamente para mí. Ocurre lo mismo con algunas esquinas, azulejos, árboles y algunas tardes, incluso, me llega a ocurrir con la ciudad entera. La ciudad son más las cosas en las que nunca recalamos, esas que nos pasan completamente desapercibidas. Y un día cualquiera, sin querer, ya no podemos dejar de pensar en cómo las hemos pasado por alto tantas veces.
También hay pobres de los que nunca nos percatamos, los vemos sentados en la calle cada día y antes de llegar a la siguiente ya los hemos olvidado. Son pobres patrimoniales más que de solemnidad, porque el problema de los desheredados locales es que acaban convirtiéndose en otra esquina más del patrimonio histórico de la ciudad por las que pasamos la vista sin fijarnos. Son nuestros pobres, como nuestra es la Catedral y el Campo Grande.
Cuando era pequeño cada iglesia tenía su pobre. Eran menesterosos de los que la gente del barrio sabía su nombre, señorucos mayores de mi infancia sin estas preocupaciones. Señorucos que habrán muerto ya y los de ahora sustituyen a estos, porque cuando algún elemento del patrimonio se quiebra, se pone otro nuevo. Y con los pobres, supongo, pasa igual. Los de ahora frecuentan menos las iglesias porque las iglesias también las frecuenta menos gente. Los pobres de ahora van a pedir a los bares, que es donde vamos con nuestra caridad.
Hay un pordiosero en Valladolid, un señor en concreto, al que le falta una pierna y lleva unos pantalones azul mono de trabajo al que veía a menudo, pero nunca había reparado en él. Nunca le había prestado atención, sincera crueldad del día a día. Esta semana volví a verle. Y me fijé como en esos edificios que digo y que ya no podré obviar más. Iba remontando a pequeños saltos la calle Montero Calvo hasta que paró frente a un escaparate. Allí estaba él, con las muletas y la pata del pantalón azul jornada laboral -vacía- arremangada hasta la mitad donde seguía sin haber pierna y sin haber nada. El escaparate estaba arrasado mientras le ponían el otoño. Quedaban por los suelos carteles con los precios y las piernas solas de un maniquí -ahora lisiado- junto a las que se mantenía enhiesto un cartel que marcaba once con noventa y cinco de rebajas. «¡Pues no son tan caras!», llegué justo a tiempo de escuchárselo decir.
Y así me fui yo con mis dos piernas calle abajo, cojo de caridad porque no hay caridad que remiende esa escena y pensando que la felicidad siempre está en los escaparates…